sábado, 29 de septiembre de 2012

¿Qué tipo de Iglesia tiene salvación? Leonardo Boff, teólogo


sep292012
 

¿Qué tipo de Iglesia tiene salvación?
Leonardo Boff, teólogo


El centro de la predicación de Jesús no fue la Iglesia sino el Reino de Dios: una utopía de revolución/reconciliación total de toda la creación. Es tan cierto esto que los evangelios, a excepción del de san Mateo, nunca hablan de Iglesia sino siempre de Reino. Con el rechazo a la persona y al mensaje de Jesús, el Reino no vino y en su lugar surgió la Iglesia como comunidad de los que dan testimonio de la resurrección de Jesús y guardan su legado intentando vivirlo en la historia.
Desde su inicio se estableció una bifurcación: el grueso de los fieles asumió el cristianismo como camino espiritual, en diálogo con la cultura ambiente. Y otro grupo, mucho menor, aceptó asumir, bajo control del Emperador, la conducción moral del Imperio romano en franca decadencia. Copió las estructuras jurídico-políticas imperiales para la organización de la comunidad de fe. Ese grupo, la jerarquía, se estructuró alrededor de la categoría «poder sagrado» (sacra potestas). Fue un camino de altísimo riesgo, porque si hay una cosa que Cristo siempre rechazó fue el poder.
Para él, el poder en sus tres expresiones, como aparece en las tentaciones en el desierto –el profético, el religioso y el político–, cuando no es servicio sino dominación pertenece a la esfera de lo diabólico. Sin embargo este fue el camino recorrido por la Iglesia-institución jerárquica bajo la forma de una monarquía absolutista que rechaza hacer partícipes de ese poder a los laicos, la gran mayoría de los fieles. Ella nos llega hasta nuestros días en un contexto de gravísima crisis de confiabilidad.
Ocurre que cuando predomina el poder, se ahuyenta el amor. Efectivamente, el estilo de organización de la Iglesia jerárquica es burocrático, formal y a veces inflexible. En ella todo se cobra, nada se olvida y nunca se perdona. Prácticamente no hay espacio para la misericordia y para una verdadera comprensión de los divorciados y de los homoafectivos. La imposición del celibato a los sacerdotes, el enraizado antifeminismo, la desconfianza de todo lo que tiene que ver con sexualidad y placer, el culto a la personalidad del papa y su pretensión de ser la única Iglesia verdadera y la «única guardiana establecida por Dios de la eterna, universal e inmutable ley natural», que así, en palabras de Benedicto XVI, «asume una función directiva sobre toda la humanidad».
El entonces cardenal Ratzinger todavía en el año 2000 repitió en el documento Dominus Jesus la doctrina medieval de que «fuera de la Iglesia no hay salvación» y que los de afuera «corren grave riesgo de perderse». Este tipo de Iglesia seguramente no tiene salvación. Lentamente pierde sostenibilidad en todo el mundo.
¿Cuál sería la Iglesia digna de salvación? Aquella que humildemente vuelve a la figura del Jesús histórico, obrero simple y profético, Hijo encarnado, imbuido de una misión divina de anunciar que Dios está ahí con su gracia y misericordia para todos; una Iglesia que reconoce a las demás Iglesias como expresiones diferentes de la herencia sagrada de Jesús; que se abre al diálogo con todas las demás religiones y caminos espirituales viendo ahí la acción del Espíritu que llega siempre antes que el misionero; que está dispuesta a aprender de toda la sabiduría acumulada de la humanidad; que renuncia a todo poder y espectacularización de la fe para que no sea mera fachada de una vitalidad inexistente; que se presenta como «abogada y defensora» de los oprimidos de cualquier clase, dispuesta a sufrir persecuciones y martirios a semejanza de su fundador; que en ella el papa tuviese el valor de renunciar a la pretensión de poder jurídico sobre todos y fuese señal de referencia y de unidad de la Propuesta Cristiana con la misión pastoral de fortalecer a todos en la fe, en la esperanza y en el amor.
Esta Iglesia está en el ámbito de nuestras posibilidades. Basta imbuirnos del espíritu del Nazareno. Entonces sería verdaderamente la Iglesia de los humanos, de Jesús, de Dios, la comprobación de que la utopía de Jesús del Reino es verdadera. Sería un espacio de realización del Reino de los liberados al cual estamos convocados todos.

sábado, 22 de septiembre de 2012


 
Escribíamos anteriormente en estas páginas que la crisis de la Iglesia-institución-jerarquía radica en la absoluta concentración de poder en la persona del papa, poder ejercido de forma absolutista, distanciado de cualquier participación de los cristianos y creando obstáculos prácticamente insuperables para el diálogo ecuménico con las otras Iglesias.
No fue así al principio. La Iglesia era una comunidad fraternal. No existía todavía la figura del papa. Quien dirigía la Iglesia era el emperador pues él era el Sumo Pontífice (Pontifex Maximus) y no el obispo de Roma ni el de Constantinopla, las dos capitales del Imperio. Así el emperador Constantino convocó el primer concilio ecuménico de Nicea (325) para decidir la cuestión de la divinidad de Cristo. Todavía en el siglo VI el emperador Justiniano, que rehízo la unión de las dos partes del Imperio, la de Occidente y la de Oriente, reclamó para sí el primado de derecho y no el de obispo de Roma. Sin embargo, por el hecho de estar en Roma las sepulturas de Pedro y de Pablo, la Iglesia romana gozaba de especial prestigio, así como su obispo, que ante los otros tenía la “presidencia en el amor” y “ejercía el servicio de Pedro”, el de “confirmar en la fe”, no la supremacía de Pedro en el mando.
Todo cambió con el papa León I (440-461), gran jurista y hombre de Estado. Él copió la forma romana de poder que es el absolutismo y el autoritarismo del emperador. Comenzó a interpretar en términos estrictamente jurídicos los tres textos del Nuevo Testamento referentes a Pedro: Pedro como piedra sobre la cual se construiría la Iglesia (Mt 16,18), Pedro, el confirmador en la fe (Lc 22,32) y Pedro como Pastor que debe cuidar de sus ovejas (Jn 21,15). El sentido bíblico y jesuánico va en una línea totalmente contraria: la del amor, el servicio y la renuncia a cualquier honor. Pero predominó la lectura del derecho romano absolutista. Consecuentemente León I asumió el título de Sumo Pontífice y de Papa en sentido propio.
Después, los demás papas empezaron a usar las insignias y la indumentaria imperial, la púrpura, la mitra, el trono dorado, el báculo, las estolas, el palio, la muceta, se establecieron los palacios con su corte y se introdujeron hábitos palaciegos que perduran hasta los días actuales en los cardenales y en los obispos, cosa que escandaliza a no pocos cristianos que leen en los evangelios que Jesús era un obrero pobre y sin galas. Entonces empezó a quedar claro que los jerarcas están más próximos al palacio de Herodes que a la gruta de Belén.
Pero hay un fenómeno de difícil comprensión para nosotros: en el afán por legitimar esta transformación y garantizar el poder absoluto del papa, se forjaron una serie de documentos falsos. Primero, una pretendida carta del papa Clemente (+96), sucesor de Pedro en Roma, dirigida a Santiago, hermano del Señor, el gran pastor de Jerusalén, en la cual decía que Pedro antes de morir había determinado que él, Clemente, sería el único y legítimo sucesor. Y evidentemente los demás que vendrían después. Falsificación todavía mayor fue la famosa Donación de Constantino, un documento forjado en la época de León I según el cual Constantino habría hecho al papa de Roma la donación de todo el Imperio Romano.
Más tarde, en las disputas con los reyes francos, se creó otra gran falsificación, las Pseudodecretales de Isidoro que reunían falsos documentos y cartas como si proviniesen de los primeros siglos, que reforzaban el primado jurídico del papa de Roma. Y todo culminó con el Código de Graciano en el siglo XIII, tenido como base del derecho canónico, pero que se basaba en falsificaciones y normas que reforzaban el poder central de Roma además de en otros cánones verdaderos que circulaban por las iglesias. Lógicamente, todo esto fue desenmascarado más tarde pero sin producir modificación alguna en el absolutismo de los papas. Pero es lamentable y un cristiano adulto debe conocer los ardides usados y concebidos para gestar un poder que está a contracorriente de los ideales de Jesús y que oscurece el fascinante mensaje cristiano, portador de un nuevo tipo de ejercicio del poder, servicial y participativo.
Posteriormente se produjo un crescendo del poder de los papas: Gregorio VII (+1085) en su Dictatus Papae (la dictadura del papa) se autoproclamó señor absoluto de la Iglesia y del mundo; Inocencio III (+1216) se anunció como vicario-representante de Cristo y por fin, Inocencio IV (+1254) se alzó como representante de Dios. Como tal, bajo Pío IX en 1870, el papa fue proclamado infalible en el campo de doctrina y moral. Curiosamente, todos estos excesos nunca han sido denunciados ni corregidos por la Iglesia jerárquica porque la benefician.
Siguen sirviendo de escándalo para los que todavía creen en el Nazareno pobre, humilde artesano y campesino mediterráneo, perseguido, ejecutado en la cruz y resucitado para levantarse contra toda búsqueda de poder y más poder aun dentro de la Iglesia. Ese modo de entender comete un olvido imperdonable: los verdaderos vicarios-representantes de Cristo, según el evangelio de Jesús (Mt 25,45) son los pobres, los sedientos y los hambrientos. Y la jerarquía existe para servirlos, no para sustituirlos.

miércoles, 19 de septiembre de 2012

BASES BIOLOGICAS DE LA ESPIRITUALIDAD Leonardo Boff


Hemos afirmado anteriormente en estas páginas que el espíritu representa la dimensión de lo humano profundo. La espiritualidad, que de él se deriva, es un modo de ser, una actitud fundamental, vivida en la cotidianidad de la existencia: en el arreglo de la casa, en el trabajo de la fábrica, conduciendo, conversando con amigos. De repente, irrumpe como un relámpago de algo más profundo e inexplicable.
Es el espíritu que se anuncia. Las personas pueden conscientemente abrirse a lo profundo y lo espiritual. Entonces se vuelven más centradas, serenas e irradiadoras de paz. Propagan una extraña vitalidad y entusiasmo porque tienen a Dios dentro de sí. Este Dios interior es amor, el cual en las palabras de Dante al final de cada libro de la Divina Comedia “mueve los cielos y las estrellas”, y nuestros propios corazones, añadimos nosotros.

Dicen investigaciones científicas que esta profundidad espiritual tiene una base biológica. Estudios realizados al final del siglo XX y dirigidos por los neurobiólogos Michael Persinger y Ramachandran, por el neurólogo Wolf Singer y por el neurolinguista Terrence Deacon, además de por técnicos usando scanners modernos para hacer imágenes cerebrales, detectaron lo que ellos llamaron «el punto Dios en el cerebro» (God Spot o God Module). 
Personas que en sus vidas han dado un espacio significativo a lo profundo, a lo espiritual, revelan en los lóbulos frontales del cerebro una excitación detectable por encima de lo normal. Estos lóbulos están ligados al sistema límbico, el centro de las emociones y los valores.
Ahí se da una concentración en aquello que tales científicos llamaron «mente mística» (mystical mind). Tal estimulación del ‘punto Dios’ no está ligada a una idea o a algún pensamiento objetivo. Es activado siempre que la persona se siente envuelta emotivamente en los contextos globales que confieren sentido a la vida o cuando, de forma autoimplicada, se refiere a lo Sagrado, a temas religiosos o directamente a Dios. Se trata de emociones y no de ideaciones, de factores ligados a experiencias de gran sentido que implican una percepción del Todo y de algo incondicional.

Estudios más recientes indican que puede haber de hecho no solamente una sino mucha regiones del cerebro estimuladas por la experiencia de totalidad y de sacralidad. Eso indica que el ‘punto Dios’ puede ser, en realidad, una ‘red de Dios’ que comprende zonas normalmente asociadas a emociones profundas y cargadas de significado. Otros investigadores como Eugene D’Aquili y Andrew Newberg llamaron a esta realidad, como hemos mencionado antes, «mente mística».

Esta mente mística pertenece al proceso más general, antropogénico-cosmogénico. Ella representa una mejora evolutiva de la especie homo. Así como externamente estamos dotados de sentidos por los cuales aprehendemos la realidad a través del oído, de la vista, del tacto y del olfato, de igual manera estaríamos internamente enriquecidos con un órgano mediante el cual captamos el Misterio del Mundo, nos hacemos sensibles a aquella Energía poderosa y amorosa que recorre de punta a punta todo el universo y que subyace a nuestra existencia. Las tradiciones religiosas la llamaron Dios.

Si ella está en nosotros, y nosotros somos parte del universo, entonces significa que esta inteligencia espiritual constituye una propiedad del propio universo. Sólo porque está en el universo puede estar en nosotros. Por esta razón la filósofa y física cuántica Danah Zohar y el psiquiatra Ian Marshall afirman que el ser humano no está solamente dotado de inteligencia intelectual y emocional, sino también de inteligencia espiritual. Ésta es un dato de la realidad con el mismo derecho de ciudadanía que la libido, la autoafirmación, la inteligencia y el amor (QS: inteligência espiritual, Record 2000).

Hoy, más que antes, se hace urgente dar relieve a la inteligencia espiritual porque vivimos en una cultura entorpecida por el materialismo y por el consumismo inducido. El efecto de este modo de ser está bien relatado por la literatura contemporánea: sentimientos de náusea (Sartre), de estar-de-sobra (Marcel), de alienación (Marx), de “desamparo-abandono” (Heidegger), de extranjeros en la propia patria (Camus). En una palabra, padecemos graves enfermedades de sentido como denunciaron los psicoanalistas Rollo May y Victor Frankl. Todo esto porque embotamos la inteligencia espiritual.

La espiritualidad nos ayuda a salir de esta cultura enferma y agonizante. La integración de la inteligencia espiritual con las otras formas de inteligencia ̶ intelectual y emocional ̶ nos abre a una comunión amorosa con todas las cosas y a una actitud de respeto y de reverencia ante todos los seres, mucho más antiguos que nosotros. Sólo así, podremos reintegrarnos en el Todo, sentirnos parte de la comunidad de vida y acogidos como compañeros en la gran aventura cósmica y planetaria.