miércoles, 19 de abril de 2017

EL NUEVO ENEMIGO

El Nuevo Enemigo

Por: Mario Vargas Llosa

El comunismo ya no es el enemigo principal de la democracia liberal –de la libertad– sino el populismo. Aquel dejó de serlo cuando desapareció la URSS, por su incapacidad para resolver los problemas económicos y sociales más elementales, y cuando (por los mismos motivos)China Popular se transformó en un régimen capitalista autoritario. Los países comunistas que sobreviven –Cuba, Corea del Norte, Venezuela– se hallan en un estado tan calamitoso que difícilmente podrían ser un modelo, como pareció serlo la URSS en su momento, para sacar de la pobreza y el subdesarrollo a una sociedad. El comunismo es ahora una ideología residual y sus seguidores, grupos y grupúsculos, están en los márgenes de la vida política de las naciones.
Pero, a diferencia de lo que muchos creíamos, que la desaparición del comunismo reforzaría la democracia liberal y la extendería por el mundo, ha surgido la amenaza populista. No se trata de una ideología sino de una epidemia viral –en el sentido más tóxico de la palabra– que ataca por igual a países desarrollados y atrasados, adoptando para cada caso máscaras diversas, de izquierdismo en el tercer mundo y de derechismo en el primero. Ni siquiera los países de más arraigadas tradiciones democráticas, como Gran Bretaña, Francia, Holanda y Estados Unidos, están vacunados contra esta enfermedad: lo prueban el triunfo del Brexit, la presidencia de Donald Trump, que el partido del Geert Wilders (el PVV o Partido por la Libertad) encabece todas las encuestas para las próximas elecciones holandesas y el Front National de Marine Le Pen las francesas.


¿Qué es el populismo? Ante todo, la política irresponsable y demagógica de unos gobernantes que no vacilan en sacrificar el futuro de una sociedad por un presente efímero. Por ejemplo, estatizando empresas y congelando los precios y aumentando los salarios, como hizo en el Perú el presidente Alan García durante su primer gobierno, lo que produjo una bonanza momentánea que disparó su popularidad. Después, sobrevendría una hiperinflación que estuvo a punto de destruir la estructura productiva de un país al que aquellas políticas empobrecieron de manera brutal. (Aprendida la lección a costa del pueblo peruano, Alan García hizo una política bastante sensata en su segundo gobierno).

Ingrediente central del populismo es el nacionalismo, la fuente, después de la religión, de las guerras más mortíferas que haya padecido la humanidad. Trump promete a sus electores que “América será grande de nuevo” y que “volverá a ganar guerras”; Estados Unidos ya no se dejará explotar por China, Europa, ni por los demás países del mundo, pues, ahora, sus intereses prevalecerán sobre los de todas las demás naciones. Los partidarios del Brexit –yo estaba en Londres y oí, estupefacto, la sarta de mentiras chauvinistas y xenófobas que propalaron gentes como Boris Johnson y Nigel Farage, el líder de UKIP en la televisión durante la campaña– ganaron el referéndum proclamando que, saliendo de la Unión Europea, el Reino Unido recuperaría su soberanía y su libertad, ahora sometidas a los burócratas de Bruselas.

Inseparable del nacionalismo es el racismo, y se manifiesta sobre todo buscando chivos expiatorios a los que se hace culpables de todo lo que anda mal en el país. Los inmigrantes de color y los musulmanes son por ahora las víctimas propiciatorias del populismo en Occidente. Por ejemplo, esos mexicanos a los que el presidente Trump ha acusado de ser violadores, ladrones y narcotraficantes, y los árabes y africanos a los que Geert Wilders en Holanda, Marine Le Pen en Francia, y no se diga Viktor Orbán en Hungría y Beata Szydlo en Polonia, acusan de quitar el trabajo a los nativos, de abusar de la seguridad social, de degradar la educación pública, etcétera.

En América Latina, gobiernos como los de Rafael Correa en el Ecuador, el comandante Daniel Ortega en Nicaragua y Evo Morales en Bolivia se jactan de ser antiimperialistas y socialistas, pero, en verdad, son la encarnación misma del populismo. Los tres se cuidan mucho de aplicar las recetas comunistas de nacionalizaciones masivas, colectivismo y estatismo económicos, pues, con mejor olfato que el iletrado Nicolás Maduro, saben el desastre a que conducen esas políticas. Apoyan de viva voz a Cuba y Venezuela, pero no las imitan. Practican, más bien, el mercantilismo de Putin (es decir, el capitalismo corrupto de los compinches), estableciendo alianzas mafiosas con empresarios serviles, a los que favorecen con privilegios y monopolios, siempre y cuando sean sumisos al poder y paguen las comisiones adecuadas. Todos ellos consideran, como el ultra conservador Trump, que la prensa libre es el peor enemigo del progreso y han establecido sistemas de control, directo o indirecto, para sojuzgarla. En esto, Rafael Correa fue más lejos que nadie: aprobó la ley de prensa más antidemocrática de la historia de América Latina. Trump no lo ha hecho todavía, porque la libertad de prensa es un derecho profundamente arraigado en los Estados Unidos y provocaría una reacción negativa enorme de las instituciones y del público. Pero no se puede descartar que, a la corta o a la larga, tome medidas que –como en la Nicaragua sandinista o la Bolivia de Evo Morales–restrinjan y desnaturalicen la libertad de expresión.

El populismo tiene una muy antigua tradición, aunque nunca alcanzó la magnitud actual. Una de las dificultades mayores para combatirlo es que apela a los instintos más acendrados en los seres humanos, el espíritu tribal, la desconfianza y el miedo al otro, al que es de raza, lengua o religiones distintas, la xenofobia, el patrioterismo, la ignorancia. Eso se advierte de manera dramática en los Estados Unidos de hoy. Jamás la división política en el país ha sido tan grande, y nunca ha estado tan clara la línea divisoria: de un lado, toda la América culta, cosmopolita, educada, moderna; del otro, la más primitiva, aislada, provinciana, que ve con desconfianza o miedo pánico la apertura de fronteras, la revolución de las comunicaciones, la globalización. El populismo frenético de Trump la ha convencido de que es posible detener el tiempo, retroceder a ese mundo supuestamente feliz y previsible, sin riesgos para los blancos y cristianos, que fue el Estados Unidos de los años cincuenta y sesenta. El despertar de esa ilusión será traumático y, por desgracia, no sólo para el país de Washington y Lincoln, sino también para el resto del mundo.

¿Se puede combatir al populismo? Desde luego que sí. Están dando un ejemplo de ello los brasileños con su formidable movilización contra la corrupción, los estadounidenses que resisten las políticas demenciales de Trump, los ecuatorianos que acaban de infligir una derrota a los planes de Correa imponiendo una segunda vuelta electoral que podría llevar al poder a Guillermo Lasso, un genuino demócrata, y los bolivianos que derrotaron a Evo Morales en el referéndum con el que pretendía hacerse reelegir por los siglos de los siglos. Y lo están dando los venezolanos que, pese al salvajismo de la represión desatada contra ellos por la dictadura narcopopulista de Nicolás Maduro, siguen combatiendo por la libertad. Sin embargo, la derrota definitiva del populismo, como fue la del comunismo, la dará la realidad, el fracaso traumático de unas políticas irresponsables que agravarán todos los problemas sociales y económicos de los países incautos que se rindieron a su hechizo.

martes, 11 de abril de 2017

LO QUE ESTA EN JUEGO TRAS LOS NUEVOS HALLAZGOS ARQUEOLOGICOS

Lo que está en juego tras lo nuevos hallazgos arqueológicos

VIGILLos martes solíamos dedicarlos en ATRIO a seguir un curso o hacer una reflexión más profunda. Y este es un martes santo, con días por delante para la lectura teológica reposada. Por eso presentamos hoy un extenso artículo de José María Vigil, teólogo representativo de una nueva y valiente teología pluralista de liberación, que enfrenta a todas las religiones abrahámicas ante retos insospechados. (A José María se le puede seguir en su sitio en Academia.edu; allí están éste y otros artículos y libros suyos). Eduardo Hornaert ha reconocido que fue la lectura  de Vigil la que le hizo escribir su Inminente tsunami a la Biblia. Publicamos antes que nada, en un enlace a PDF, el texto completo de Vigil, que fue publicado el año pasado en portugués (HORIZONTE, 41-42, 2016). En esa versión está el texto completo y con notas. Ojalá muchas personas se atrevan a leer la descripción misma que el autor presenta de los desafiantes descubrimientos de la «nueva arqueología bíblica». Aquí publicamos solo, sin aparato crítico ni bibliografía, las dos últimas partes en las que Vigil saca conclusiones e invita a enfrentar retos. ¿Nos atreveremos? AD.
Esta nueva visión que deriva de la nueva visión arqueológico-bíblica desplaza a otra, la tradicional, sobre la que había muchos valores en juego. Aludamos a ellos aunque sea brevemente.
  • Para Israel (Estado, pueblo de Israel y religión judía)
  • Está en juego en primer lugar la identidad del pueblo de La tradición bíblica, ha consistido en la creencia, tenida por histórica, de que Israel es un pueblo diferente, venido de fuera de Palestina, diferente de los cananeos –el pueblo autóctono–, creado por Dios a partir de la elección de Abraham y la Alianza que selló con él y su descendencia. Israel sería la descendencia biológica de aquellos patriarcas ancestrales, del pueblo judío oprimido en Egipto, que luego del éxodo y de la peregrinación por el desierto, conquistó la tierra de Canaán que Dios había prometido a Abraham. Si los patriarcas son sólo una figuración religiosa, si el pueblo judío no estuvo en Egipto, ni tuvo lugar el éxodo, ni la peregrinación por el desierto… ni por tanto Moisés, ni la Pascua, ni la Alianza del Sinaí… ¿qué queda de la identidad de Israel? ¿Qué es el pueblo de Israel?
  • Está en juego el derecho del pueblo y del Estado de Israel a la tierra que está En el Parlamento de Israel se sigue invocando todavía hoy la Biblia para fundamentar el derecho de Israel a la tierra, apelando además concretamente a la circunscripción de los límites de Israel que en la Biblia aparecen, como límites de la tierra que Dios mismo dio a su pueblo. Si no hubo pueblo israelita venido de fuera de Palestina, si no hubo conquista por la que Dios les entregara esa tierra, si los cananeos no fueron exterminados ni eran un pueblo diferente, ¿qué derechos tiene Israel a la tierra de Palestina, que no tengan otros pueblos que también han morado multisecularmente en ella?
  • Si los relatos bíblicos que contienen esa saga supuestamente histórica del pueblo de Israel, son una creación literaria religiosa, ¿en qué consiste la identidad étnico-cultural del pueblo de Israel? Existe todo un debate al respecto sobre el carácter «inventado» (construido) de la identidad de Israel; la posición emblemática es la de Shlomo SAND, profesor de historia de la Universidad de Tel Aviv.
  • Fuera de Israel, en Occidente, son muchas las entidades para las que Israel juega un papel simbólico. Pensemos por ejemplo, en Estados Unidos, cuya identidad nacional está ligada al Destino Manifiesto de ser un Nuevo Israel, puesto por Dios al servicio de la humanidad, para difundir los valores de la libertad y la democracia, «como ciudad que se alza sobre la colina», luz para los La nueva perspectiva arqueológica sobre la historicidad de sus orígenes, sin duda, aconsejará una reconsideración de esta conciencia identitaria.
  • Para las religiones abrahámicas
Son tres las religiones que se remiten a Abraham y a toda la historia que la Biblia relata sobre él y su descendencia. Todo ese patrimonio religioso escriturístico es puesto en cuestión por la nueva arqueología. Autores muy serios hablan de «invención». Los descubrimientos histórico-arqueológicos obligan a replantearse la historicidad de la Biblia, y como consecuencia, es necesario igualmente un replanteamiento de su significado.
  • Para el cristianismo
Como religión abrahámica, el cristianismo se siente desafiado, en cuanto que debe reconsiderar toda la historiografía bíblica veterotestamentaria sobre la que se apoya, pues se considera heredero sustituto de la promesa hecha en primer lugar a Israel.
Lo que actualmente hemos venido a saber sobre Jesús y sobre los textos y tradiciones fundamentales y fundantes del cristianismo, presenta también una visión radicalmente diferente de la que ha sido su relato oficial durante casi dos mil años. Esta nueva visión histórica de Jesús y de la gestación de los textos cristianos fundacionales, presenta, estructuralmente, el mismo desafío que el nuevo paradigma arqueológico-bíblico presenta al mundo del Antiguo Testamento.
Si es cierta la nueva visión arqueológico-histórica sobre Jesús y sobre la redacción del Nuevo Testamento, entonces todo necesita ser reelaborado, porque el relato tradicional se ha basado en creencias míticas hoy demostradamente inciertas. Si Jesús no quiso fundar una Iglesia, si nunca pensó abandonar el judaísmo, si nunca pensó de sí mismo lo que hasta ahora habíamos pensado que pensó, si mucho de lo que pensábamos que dijo y que hizo no es así como fue… se hace imperativo afrontar esta disonancia cognitiva con la que nos confronta el nuevo paradigma arqueológico-bíblico, y recrear el conjunto; la visión anterior ya no sirve para los hombres y mujeres informados de hoy.
  • Para la antropología y la teología de la religión
Para la visión occidental al menos, a partir de la experiencia de los tres monoteísmos, la religión ha sido clásicamente considerada como dotada de una entidad espiritual que derivaba directamente de unos eventos históricos que constituían una intervención fundadora de Dios en la historia. Desde «siempre» ha pensado así la humanidad, tal vez en la mayor parte de las religiones. Toda religión provenía originalmente de una mano tendida por Dios a la humanidad; y nuestra religiosidad era respuesta a Dios que había intervenido en la historia. Esta intervención era la base sobre la que todo lo demás se apoyaba. Y aun cuando esa intervención quedaba muy lejos en el tiempo, esta misma lejanía la protegía, al hacerla inatacable: nadie podía probar lo contrario, mientras que bastaba la fe para creer en ella.
El nuevo paradigma arqueológico-bíblico cambia esta situación, que había permanecido estable desde tiempos inmemoriales, ancestrales. Hoy, la arqueología sí tiene medios para remontarse hacia atrás y darnos cuenta crítica de aquella supuesta intervención «histórica» de Dios sobre la que se funda cada religión. Sí puede decirnos si aquel relato religioso es o puede ser realmente histórico, o si es construcción humana. Y este cambio de status, obviamente, lo cambia todo, y exige elaborar una nueva autocomprensión de nosotros mismos como adherentes a una religión.
La pregunta es: si hasta ahora, desde siempre, la religión era una respuesta humana al Dios que había salido a nuestro encuentro en la historia real, ¿cómo reentender la religión cuando sabemos por la ciencia (la nueva arqueología entre otras) que la mayor parte de aquella salida de Dios a nuestro encuentro fue una elaboración religiosa, una creencia expresada en unos mitos geniales, una construcción nuestra? ¿Cómo ser religioso asumiendo estos nuevos datos?

  • 3. Pistas para reflexionar

Este nuevo paradigma arqueológico-bíblico es  muy reciente, está apenas en su etapa de divulgación. Todavía no ha sido acogido en la reflexión teológica. Su desafío es enorme. Como hemos dicho, obliga a replantearse radicalmente la entidad y el significado de la religión: a esta nueva luz, ser religiosos parece que es otra cosa que lo que estuvimos siempre pensando. Aquí nosotros sólo queremos sugerir/plantear varios caminos de reflexión cuya necesidad y urgencia parecen claras.
  • Estamos ante un nuevo episodio del viejo conflicto fe/ciencia
En su discurso en el acto de erección de la estatua a Galileo en los jardines vaticanos en 1992, dijo Juan Pablo II que el conflicto entre fe y ciencia había terminado. Pero no era cierto: el conflicto había acabado con la astrofísica, pero continúa con otras ciencias: la antropología, la epistemología, la cosmo-biología… están hoy en conflicto con la fe, en cuanto ciencias. Con el abandono del paradigma de la vieja «arqueología bíblica» es la nueva arqueología la que ha entrado también en conflicto con la fe. Es decir, como en el caso de la astrofísica con Galileo, es ahora la nueva arqueología la que aporta una «nueva información», que choca con informaciones hasta ahora incluidas oficialmente en el paquete de nuestra fe. Tomábamos a Abraham, la alianza, los patriarcas, el éxodo, la conquista de la tierra prometida, las promesas a David… como ciertos históricamente, como intervenciones históricas de Dios mismo en las que se apoyaba directa e indubitablemente nuestra fe. Y ahora la nueva arqueología nos dice que las cosas no fueron como pensábamos, que la información sobre la que apoyábamos «nuestra respuesta a la intervención de Dios» no es cierta. Pero no sólo eso: también nos informa de muchos pormenores que nos ayudan a entender qué es lo que realmente pasó, de qué se trataba realmente, si no era sin más una intervención histórica de Dios.
En realidad, no estamos ante nada radicalmente nuevo: se trata de un nuevo episodio, uno más, del casi permanente conflicto fe-ciencia. Conforme ha surgido la ciencia moderna, hace unos pocos siglos, la ampliación que ésta ha ido haciendo del conocimiento ha entrado en zonas que la conciencia humana religiosa había rellenado simplemente como pudo, normalmente con creencias elaboradas por nosotros mismos mediante una epistemología mítica. Casi todos los grandes avances científicos han provocado reajustes que la conciencia religiosa ha tenido que hacer, al estar ésta construida sobre supuestos (míticos, creenciales, acríticos) que las «nuevas informaciones» aportadas por las ciencias, han contradicho. Ahora ha tomado la vez la arqueología, cuando con sus muchos nuevos procedimientos y tecnologías ha adquirido una potencia capaz de «desenterrar la Biblia»… Y tal como en el caso del heliocentrismo la religión tuvo que aceptar el desafío y abandonar su geocentrismo, por más que se sintiera en él como en su propia casa, ahora la religión va a tener que abandonar la visión clásica de «la intervención histórica de Dios que nos pide una respuesta de fe», lo que ha sido hasta ahora la «fórmula dimensional», el ADN de la vivencia religiosa.
La religión necesita una nueva autocomprensión, para un futuro diferente, porque necesita reinventarse. Reinvención que no tendría que generar desconfianza, pues estamos descubriendo con gozo que tanto las religiones agrarias como el acceso mismo a la dimensión espiritual fueron geniales invenciones creativas «emergentes» en el proceso biocultural de nuestra hominización y humanización.

  • ¿Una nueva teología de la religión?
Aun a sabiendas de la inexistencia de una definición de religión que sea comúnmente admitida, podríamos asumir provisionalmente que las religiones del libro se han considerado a sí mismas, de alguna manera, como la relación de los seres humanos con Dios, establecida en respuesta a su intervención en la historia, en una serie de acciones y manifestaciones cuyo relato revelado se conserva en la Escritura. Este tipo de religiosidad ha sido vivida con gran conciencia de objetividad y de historicidad, como la realidad más real, sagrada y decisiva. Así ha sido durante milenios. Esta forma de religiosidad encajaba bien en las posibilidades cognitivas y funcionales de nuestra especie: ha funcionado sin dificultades, haciéndonos viables y siendo, con su poderosa fuerza evocadora de sentido, un gran medio de sobrevivencia.
Pero hoy estamos en un momento de transformación evolutiva, causado principalmente –aunque no únicamente– por una ampliación incesante del conocimiento en todas sus campos y dimensiones: científica, crítica, reflexiva, retrospectiva, cósmica… Y uno de sus efectos sorprendentes es el de poner incluso a nuestro alcance el conocimiento del pasado del que provenimos. A partir de un cierto momento de inflexión, ahora, cuanto más avanzamos, más retrocedemos en el tiempo, más recuperamos el pasado de la sociedad, de la religión, de la Tierra y del cosmos incluso. No sólo el pasado de la cultura material, sino también de la cultura también ideológica y espiritual. Hoy tenemos tecnologías capaces de «leer» la documentación histórica que está escrita de mil formas en las rocas, en el suelo, en el subsuelo, en las huellas arqueológicas… pero también en los textos y sus contextos, en las ideas y en su evolución…
Es aquí donde se enmarca el desafío de la nueva «arqueología», que nos golpea con su constatación de que el relato religioso básico de las religiones del libro, que considerábamos básicamente histórico-objetivo, no lo es. Lo realmente histórico es «otro relato», oculto hasta ahora, que nos habla de una gesta de creatividad espiritual de pueblos que, mediante su experiencia religiosa, encontraron fuerzas para sobreponerse a situaciones desesperadas, prácticamente asediados por la muerte, y fueron capaces de dotarse de un nuevo sentido, y de sobrevivir, con el recurso de su propia religiosidad. Apoyada en la seguridad de la intervención histórica de Dios en el pasado y en el futuro por venir, aquellos pueblos o comunidades hicieron de necesidad virtud, y encontraron fuerzas para reinventarse.
Hoy sabemos que esto último es lo realmente histórico, la verdad profunda del relato bíblico. Los relatos religiosos mismos hoy los sabemos no históricos. A estas alturas del desarrollo de la ciencia hemos perdido la capacidad de ingenuidad mítico/histórica. Por efecto del contexto cognitivo-cultural en el que nos movemos, nuestra especie está cambiando, en cuanto que las actuales generaciones se están volviendo incapaces de funcionar con epistemología mítica, ya no pueden «creer» (porque «saben») en intervenciones objetivas de Dios en la historia, ni son capaces de volver a creer en «grandes relatos» totalizantes que unan cielo y tierra, la creación con la escatología… Seguimos necesitando un sentido para la vida, pero ya no somos capaces de echar mano de «grandes relatos» para construirlo. Hoy somos de otra manera. Una religión basada en aquel tipo de instrumentos cognoscitivo-epistemológicos empieza a no sernos ya posible.
La humanidad está atravesando una crisis múltiple, y a ella se añade esta crisis del despojamiento de aquellas seguridades supuestamente objetivas, históricas. Como nuestros antecesores, estamos llamados a sobreponernos y a sobrevivir, a reconstruir nuestras esperanzas y nuestro sentido para vivir, pero ha de ser sobre nuevas bases, mediante otros mecanismos cognoscitivo-epistemológicos.
Hemos de hacer lo mismo que hicieron ellos: vivir, recrear la posibilidad y la potencia de la vida, pero ahora habrá de ser en el nuevo nicho epistemológico al que estamos accediendo. Lo nuestro será también una vivencia espiritual, como la de ellos, pero se jugará en otro campo, con otros interlocutores y contextos. Tal vez es el momento en que nuestra espiritualidad se está viendo forzada a madurar (haciendo también de necesidad virtud) hasta llegar a saber vivir sin «grandes relatos», sin cosmogonías ni mitos fundacionales, sin doctrinas reveladas, sin verdades dogmáticas, o simplemente «sin verdades»… simplemente en conexión con el espíritu y la fuerza de la Vida misma, telúrica y cósmicamente percibida y hecha nuestra.
Cada vez distinguimos más y mejor la vivencia espiritual, frente a las representaciones, mitos, relatos, categorías, gestos, doctrinas y rituales con los que la expresamos. La vivencia espiritual es profundidad humana, vivencia humana profunda. Las representaciones, categorías, relatos, ritos… son simplemente los medios de los que nuestra especie se ha valido en un determinado estadio de su desarrollo para expresar, percibir, sentir, comunicar esa vivencia. La vivencia espiritual es una realidad humana permanente; sus representaciones son aleatorias, contingentes, variables según las coordenadas espacio-temporales y culturales.
No obstante, estamos apenas en el tránsito, en el transcurso de esta transformación. Muchas personas no van a poder entrar por este nuevo camino, pues preferirán continuar instaladas en la religiosidad objetivista. No es fácil cambiar de paradigma religioso; es como volver a nacer, entrar en un mundo diferente. Pero otras muchas personas hace tiempo que se están desligando del viejo paradigma; sienten que aquella forma de ser religiosos ya no les resulta viable; se sienten incómodos en ella y hasta dudan de su legitimidad… Por eso acogen con alivio la noticia del nuevo paradigma no objetivista: se puede ser plenamente humano, espiritual por tanto, con los pies firmemente en el suelo del mundo cognitivo que la ciencia actual nos posibilita. En este sentido, el nuevo paradigma arqueológico bíblico nos ayuda a crecer evolutivamente.
Con ello, este paradigma religioso al que la nueva arqueología nos impulsa converge con el paradigma pos-religional. Ambos reclaman un nuevo modo de habérnoslas con el  tradicional concepto de religión. Es urgente una reconceptuación de la misma, así como una nueva teología de lo religioso y de lo espiritual. Manos a la obra.

  • ¿Una nueva teología de la Revelación?
Hoy que la nueva arqueología desafía la historicidad de la Biblia, el pensamiento se nos va, inevitablemente, hacia la necesidad de deconstruir y reconstruir buena parte de la tradicional teología de la revelación…
A pesar de todas las sombras que persisten, hoy sabemos no poco acerca de quiénes han sido los redactores anónimos de muchos de los textos de las Escrituras de las diferentes religiones. Con frecuencia no son las personas a quienes han sido atribuidas. Sin embargo, en la teología tradicional sobre la revelación ha sido común reconocer a Dios no sólo como el inspirador directo de las palabras del texto de los libros santos, sino como quien ha dictado materialmente su contenido. En buena parte de la teología de la revelación Dios mismo ha sido considerado como el «autor» de la Escritura, lo cual ha dado a ésta, a sus textos, a sus palabras, el carácter absoluto propio de lo divino. Atribuir a Dios la autoría de tradiciones, relatos, textos que nosotros mismos hemos creado, ha sido un mecanismo común en la historia de las religiones, que ha servido para absolutizar y preservar fuera de discusión normas, creencias, tradiciones… que la sociedad quería «blindar» frente a cualquier duda. Lo que hoy sabemos por la nueva arqueología nos obliga a lamentar los errores y sufrimientos padecidos por la humanidad a causa del espejismo de la atribución mítica de la Escritura a la autoría de Dios. Y nos pone en la necesidad de un cambio radical de paradigma en este cambio: las Escrituras no son palabra  de  Dios,  sino  palabra  humana  sobre  Dios,  como  ya  sostenía  lúcidamente  Edward Schillebeeckx.
Junto a esto, es inevitable recordar conceptos tradicionales dentro de la teología de la revelación que han estado al uso durante muchos siglos en la Iglesia cristiana: sobre la «inerrancia» de la Escritura, sobre la «unicidad» de la Revelación, sobre la «inspiración divina» de que han gozado los escritores humanos, que han sido «instrumentos en las manos de Dios» para transcribir lo que Dios les dictaba… Resultando finalmente que la misma Escritura venía a ser una «carta de Dios» directamente venida del cielo para los seres humanos…
El nuevo paradigma arqueológico nos invita a deconstruir tanta seguridad y  dogmatismo edificado sobre bases de barro, míticas, hoy puestas al descubierto, para re-evaluar la validez de nuestro patrimonio simbólico, y proceder en adelante con mucha más humildad, pidiendo además perdón a todos los que hemos humillado en el camino por haber pensado de diferente manera.

  • Significado para una situación axial y evolutiva: una nueva época…
Siendo un episodio más de la conflictiva relación de la fe con la ciencia, ya hemos dicho que este paradigma de la nueva arqueología y su desafío no representan en realidad algo radicalmente nuevo; hemos vivido esta situación en otras ocasiones. Sin embargo, no se puede negar que tiene un valor emblemático, porque incide en pleno corazón de la fe religiosa, en el relato mismo que creíamos, denunciando su carencia de fundamento histórico objetivo. Hemos estado toda la vida creyendo… a nosotros mismos. Nunca como ahora estamos viendo que las formas religiosas (no la sustancia de la religiosidad misma) son creación nuestra, una genial «invención». El nuevo paradigma arqueológico nos quita la última venda de nuestros ojos y nos invita a reconciliarnos con la verdad desnuda.
Somos la primera generación que se ve en una situación semejante. Durante milenios, las generaciones que nos han precedido han creído estar respondiendo –de tú a tú– a la acción de Dios, que nos habría salido al encuentro en unos concretos acontecimientos históricos. Hasta hace menos de un siglo –y todavía hoy– muchos cristianos han entendido su fe como el asentimiento de confianza a palabras concretas del Jesús histórico, que nos habría informado de que él y el Padre son uno, y de que él había venido a decírnoslo. Todavía hoy, en los sectores conservadores y fundamentalistas, y hasta ayer en el conjunto del cristianismo e incluso de la civilización occidental, hemos estado convencidos de que La Biblia tenía razón y era un relato históricamente indubitable. Somos la primera generación que se ve desafiada a ser religiosa o espiritual sin hacer pie sobre apoyos históricos ilusorios. Este nuevo paradigma nos obliga a inaugurar una época nueva para la fe, o a inaugurar una religiosidad nueva, para esta época en que la nueva arqueología nos despoja de ilusiones históricas.
En su libro A Secular Age, Charles Taylor sugiere que los cambios culturales de los últimos pocos siglos han creado una era de autenticidad. Todos nos vemos empujados a mirar dentro de nosotros mismos y a descubrir quiénes somos y cómo deberíamos vivir en este mundo. Taylor cree que esta situación colectiva ha creado «una nueva era de búsqueda religiosa». Tal vez podemos decir algo semejante respecto al desafío del que estamos tratando: si este paradigma nos desafía a superar la ingenuidad con que estábamos creyendo, sobre la base del relato bíblico, desplazado ahora por «el relato que está detrás del relato bíblico», ello nos obliga a basar nuestra religiosidad en este nuevo relato… Se va a tratar de una nueva religiosidad, porque se basa en un relato nuevo, hasta ahora desconocido.
La demolición de muchas de nuestras certezas históricas relativas a la fe, que la ciencia –la nueva arqueología en este caso– ha llevado a cabo, no es una catástrofe, ni nos aboca a un nihilismo destructor… sino que nos invita a la aceptación de lo real, y nos da una oportunidad de crecimiento, hacia una «calidad humana» (espiritualidad) purificada y más profunda, más allá de los relatos míticos en los que con toda ingenuidad nos hemos apoyado tradicionalmente y que tan bien cumplieron su papel, que parece estar quedando superado. La religión necesita revisarlo casi todo y reinventarse: necesita optar por un futuro diferente, un futuro que no sea mera proyección del presente. Tal vez todo ello sea parte de la nueva «gran transformación» que está en curso, de un segundo «tiempo axial» en el que nos estaríamos adentrando, de una más profunda «humanización de la humanidad», o quién sabe si de una «segunda hominización».

2 comentarios


  • Celso Alcaina
    Gracias, José María, por ilustrarnos. Y a Duato por traerte a Atrio. Planteamiento nuevo, clarificador, respetuoso con lo existente, esperanzador. Los estudiosos de la Bíblia estaremos atentos. Tu exposición y argumentación se ciñen a las religiones del Libro. Queda fuera más de media humanidad. Pienso que su espiritualidad aporta valor religioso a los abrahámicos. El futuro ya está aquí.
  • Isidoro García
    “(…) la nueva «gran transformación» que está en curso, de un segundo «tiempo axial» en el que nos estaríamos adentrando, de una más profunda «humanización de la humanidad», o quién sabe si de una «segunda hominización». (José Mª Vigil)

    La idea que hay en este artículo de Jose Mª Vigil, es la misma idea-base en la que he construido mi religiosidad personal, que he venido expresando todo este tiempo aquí.
    Por ponerle alguna pega al artículo, diría, que es el análisis de una situación, que se ha producido con la crítica científica, que desde hace varios siglos se ha venido produciendo, y que culmina ahora. Pero queda una segunda parte, (que yo no sé si Vigil ha abordado en alguno de sus trabajos, que desconozco).
    Y esa segunda parte es proponer alguna salida a la situación actual, proponiendo algún “nuevo relato” coherente con nuestros saberes científicos, y que pueda albergar en él, una nueva resituación del hombre en el Cosmos, o sea una nueva religiosidad.
    Necesitamos una nueva “gnosis”, un nueva hipótesis en la que centrar y sostener un nuevo “relato” religioso.
    Ahora solo sabemos que la cosa no es como se decía que era, pero no sabemos en realidad como es. El “Misterio” sigue ahí. Aunque cabe la posibilidad de que en realidad el Misterio” sea, que no hay tal Misterio, y estemos absolutamente solos en el Universo.
    Y yo me atrevo a proponer una alternativa. Quizás lo que una parte de la arqueología, (la Bíblica), ha destruido, lo pueda construir otra parte de dicha arqueología: la arqueología “fantástica”.
    Todos vemos todos los días, (o por lo menos yo), cientos de documentales en la TV, en canales de divulgación cultural y científica, “serios”, sobre los hallazgos en todo el mundo de restos arqueológicos, dibujos, petroglifos, construcciones cuasi imposibles para la supuesta época en que se han datado.
    Y por otra parte en los mismos canales, proliferan documentales astronómicos y astrofísicos, sobre la búsqueda científica de vida fuera de la Tierra, (que se espera hallar antes de diez años), y de búsqueda de vida con inteligencia exterior a la Tierra.
    Aunque en ambos campos, la arqueología “fantástica”, y la astrofísica, hay mucha especulación fantasiosa, (lo fantasioso es la exageración de lo imaginativo), existe una base seria, que hay que explorar y que los científicos “serios” están explorando.
    Es verdad que como dice Vigil, “muchas personas no van a poder entrar por este nuevo camino, pues preferirán continuar instaladas en la religiosidad objetivista, (para seguirla o para negarla). No es fácil cambiar de paradigma religioso; es como volver a nacer, entrar en un mundo diferente”. 
    Muchos ya somos muy viejos de edad o de mente, para estos terremotos o tsunamis mentales, y seguiremos erre que erre, en lo clásico, en el catecismo de Astete, (del siglo XVI), que aprendimos en la catequesis, o en la negación a todo, creyéndonos por ello, muy modernos.
    Este no es país para viejos. Este no es tema para gente cuyo imaginario cinematográfico, sea el Ben-Hur, o los Diez Mandamientos, en vez de la Guerra de las Galaxias.

sábado, 8 de abril de 2017

La Iglesia que queremos y necesitamos

La iglesia que queremos y necesitamos. Recuerdo de Alberto Iniesta

Castillo
Largo pero jugoso artículo de Castillo. Bueno para una lectura reposada en el domingo de Ramos y Pasión. Esta Iglesia que quiere Francisco la quisieron con pasión y sufrimiento otros muchos en los años setenta. Entre ellos, Alberto Iniesta fue destacado obispo conciliar, humilde y valiente. Hoy Francisco ha hecho una arenga muy valiente a que los jóvenes hagan suyo el próximo Sínodo de 2018, aunque siga llamándose “de Obispos” (Vaticaninsider). AD.
Recordamos aquí a Alberto Iniesta. Y la Iglesia que él quiso y que nosotros necesitamos. Pero este recuerdo será acertado, si tenemos presente que recordamos a Alberto y su gestión como obispo de Vallecas cuando estamos viviendo una “crisis” y una “estafa”Y hacemos este recuerdo cuando nos damos cuenta de que la crisis va disminuyendo, pero la estafa no disminuye. Además, lo peor del caso es que no pocos de nuestros obispos dan la impresión de que o no se enteran de la estafa que estamos soportando; o (lo que sería más grave) se enteran, pero, más allá de algunas exhortaciones superficiales y genéricas, con las que algunos prelados despachan un asunto de tanta gravedad, las preocupaciones apostólicas de tales pastores – al menos por lo que dicen – parece que se centran en los temas en los que ponen mayor énfasis: el sexo, la identidad de género, la homofobia, el poder y los privilegios de la Iglesia, aunque estas cosas no se digan nunca así, tal como son y tal como suenan.
  1. Alberto Iniesta
Alberto Iniesta ha sido, sin duda ni exageración, uno de los hombres más ejemplares que hemos tenido en España, en nuestra reciente historia del siglo XX. Su proyecto de la Asamblea de Vallecas, en marzo de 1975, cuando estaba agonizando la dictadura franquista en nuestro país, fue una intuición que se adelantó a los sueños de democracia, que, con dudas e indecisiones, los políticos y los clérigos de aquellos años gestionaron, en la transición que desembocó en la Constitución del 78.
Dicho en pocas palabras, la Asamblea de Vallecas fue, no sólo un “proyecto de Iglesia”. Además de eso, fue un “proyecto de sociedad”. Una sociedad en la que el pueblo toma la palabra. Y toma, sobre todo, la capacidad de decidir. Para resolver los problemas más graves que nos afectan a todos los ciudadanos. Sobre todo, los problemas que nos impiden ser ciudadanos libres, que viven en una sociedad igualitaria y justa.
Conocí a Alberto Iniesta en abril de 1971. En aquel abril, antes de la “Asamblea Conjunta Obispos-Sacerdotes”, se celebró en Ginebra un Encuentro de los Consejos Presbiterales de Europa, en el que participaron más de doscientos sacerdotes. La representación española, presidida por el entonces obispo de Málaga, Angel Suquía, estaba compuesta por un grupo de sacerdotes, entre los que estábamos Alberto Iniesta y yo. Y precisamente a Iniesta y a mí se nos encargó hacer y presentar la ponencia sobre la Iglesia que estábamos necesitando. Un trabajo que tuvimos que hacer en pocos días. Fue entonces cuando quedé impresionado por la genialidad, la humanidad y la profunda espiritualidad de Alberto Iniesta. Un hombre que sólo quería el bien de la Iglealberto-iniesta (2)sia, para bien de la sociedad.
Así las cosas, lo que más me impresionó, en mis muchas horas de convivencia y conversación con Alberto Iniesta, en Madrid, en Ginebra, en octubre de 1971 (en Roma), en el Sínodo Mundial de Obispos, cuyo tema fue el “sacerdocio” y “la justicia en el mundo”, lo que más me impresionó – repito – fue la convicción más firme, que tenía Alberto Iniesta: la Iglesia necesita, de forma apremiante, una reforma a fondo. No se trata de una “reforma doctrinal”, sino de una “reforma de vida”, en la “gestión del gobierno” y en la “participación del pueblo” en la toma de decisiones.
Como era de esperar – y de temer –, ni el sistema religioso del Vaticano, ni el sistema político de Franco, podían permitir el planteamiento pastoral, participativo y democrático de Iniesta. En consecuencia, sucedió lo que era de temer. A última hora, en vísperas de la Asamblea de Vallecas, de Roma vino la prohibición de darle a la Iglesia aquel nuevo giro, que era el primer paso de una reforma y una renovación a fondo, no sólo de la Iglesia, sino igualmente de la sociedad [1]. Además, todo aquello se ejecutó de la forma más tajante y (yo añadiría que también) más cruel que se podía ejecutar. Alberto Iniesta fue llamado urgentemente a Roma. Y – por lo que después se pudo saber -, a Iniesta, no sólo se le prohibió, de forma terminante, la celebración de la Asamblea, sino que además el bueno de Alberto fue (y se sintió) ofendido y humillado por el Cardenal Prefecto de la Congregación de Obispos. Ofendido y humillado hasta el extremo de verse hundido e incapacitado, durante años, en un monasterio cisterciense, a donde se retiró para superar su profunda depresión. Hasta que ya, en edad de jubilación, regresó a su diócesis de origen, Albacete, para terminar sus días en paz, estudio y oración.
  1. La Iglesia que necesitamos: volvamos al origen
¿Qué Iglesia quiso Alberto Iniesta? ¿Por qué la Iglesia, que quiso Alberto Iniesta, resultó ser intolerable, absolutamente inaceptable, para el sistema político de una dictadura y para el sistema religioso del Vaticano?
La respuesta fácil, convencional, que tienen estas preguntas, es conocida. Y es, por eso, la respuesta que siempre damos. La Iglesia, que se buscaba mediante la Asamblea de Vallecas, en marzo de 1975, no cabía, no pudo caber o encajar en el régimen dictatorial del franquismo, ni en el Código de Derecho Canónico de la Iglesia Católica. Por eso, aquello tuvo el final que tuvo. El fracaso de un proyecto que muchos añoramos.
¿Es posible en este momento volver a intentarlo? Hay que hacerlo. Pero va a necesitar tiempo y paciencia. Después de 30 años, bloqueando la renovación que inició el Vaticano II, la Iglesia está viviendo una situación de desconcierto. ¿Por qué este desconcierto? Cuando tenemos un papa, Francisco, que quiere limpiar el papado de la pompa y el hieratismo que nunca quiso Jesús, el boato y la mentira que condena el Evangelio, en esta situación, un sector señalado del episcopado, en lugar de alegrarse y unirse al papa Francisco, lo que están haciendo quienes se han vinculado a ese sector de cardenales, obispos y clérigos es poner dificultades al papa. Y así, aumentar el desconcierto en determinados sectores de la Iglesia.
¿Qué hacer, estando así las cosas? Vamos a ir derechamente al origen. Y a lo más original de la Iglesia. Todo comenzó, como sabemos, con el anuncio, que realizó Jesús, de la “Buena Noticia”, es decir, la llegada del Reinado de Dios [2]. Es verdad que quien fundó y gobernó las primeras “asambleas” cristianas (“ekklesiai”) fue Pablo. Pero también es verdad que, si Pablo pudo fundar y gobernar aquellas “iglesias”, lo hizo porque antes que él y su experiencia en el camino de Damasco, había existido Jesús de Nazaret, su mensaje, su forma de vida y su muerte en una cruz.
  1. La “fe” y el “seguimiento”
Si el origen primitivo de la Iglesia se analiza detenidamente, lo que llama la atención, en este proceso incipiente de “fundación” de la Iglesia, es que los evangelios (especialmente los sinópticos) no ponen en, el centro de este origen primero de la Iglesia, la “fe” (“pistis”, “pisteuo”) de los discípulos de Jesús, sino el “seguimiento” (“akoloutheo”) que aquellos discípulos aceptaron para compartir su vida con la vida que llevó Jesús. Baste pensar que, en los evangelios sinópticos, mientras que la fe se elogia 36 veces, del seguimiento de Jesús se habla 56 veces. O sea, el “seguimiento” aparece 20 veces más que la “fe”.
Pero lo importante no es la cantidad de veces que se menciona la fe o el seguimiento. Lo elocuente, en este asunto capital, es la significación relevante que los relatos evangélicos le dan al seguimiento de Jesús. Y lo que ese seguimiento representa en la vida. En efecto, según los sinópticos, cuando Jesús empezó a reunir el primer grupo de discípulos y las primeras multitudes de gente, que se iban con él y le escuchaban, en ningún relato se dice que Jesús les propusiera el tema de la fe, como pregunta, como exigencia, como condición para estar con él, para vivir el proyecto que él les presentaba. Y menos aún. En ninguna parte dicen los evangelios que la fe fuera la condición para estar con Jesús o para ser discípulo suyo.
Esto necesita alguna explicación. En los evangelios sinópticos, se habla de la fe en los relatos de curaciones, cuando Jesús resuelve las situaciones de sufrimiento de enfermos o personas excluidas. A estas personas, Jesús les dice siempre lo mismo: “tu fe te ha salvado”, es decir, “tu fe te ha curado”. Es le fe-confianza, la fe de quienes se fían de Jesús, viendo en él la solución del sufrimiento de este mundo. Y es importante caer en la cuenta de que esto es así, según los evangelios, incluso en los casos de personas que, sin duda, tenían otra religión y otras creencias, como ocurrió con el centurión romano (Mt 8, 5, 13 par), con la curación de la mujer cananea (Mc 7, 24-30 par) y en la sanación del leproso galileo (Lc 17, 11-19) [3].
Sin embargo – y en contraste con lo que acabo de indicar -, lo que la teología no ha tenido debidamente en cuenta es que, cuando los evangelios afrontan el problema fundamental de quienes pueden o no pueden estar con Jesús, la clave de la respuesta a este problema es el “seguimiento” de Jesús, tanto para los “discípulos” (Mc 1, 16-20; Mt 4, 12, 17; Lc 4, 14-15), como para el “pueblo” (“óchlos”) (Mt 4, 25; 8, 1). Por eso, lo primero que hizo Jesús fue llamar a los discípulos al seguimiento (Mc 1, 16-20; Mt 4, 12-17; Lc 5, 11; cf. Jn 1, 37-43). Jesús no empezó por pedir a aquellos hombres una “profesión de fe” o la aceptación de un “credo”. No. Lo primero fue una palabra: “sígueme”.
Ahora bien, si esto efectivamente es así, queda patente lo que con tanta lucidez dijo Juan Bautista Metz: “Sólo siguiendo a Cristo saben los cristianos a quién se han confiado y quién los salva”. Lo que, a su vez, significa algo que es mucho más fuerte: “El saber cristológico no se constituye ni se transmite primariamente mediante conceptos, sino en los relatos de seguimiento” [4]. Esto significa algo que seguramente jamás hemos pensado: a Jesús y su Evangelio, no lo conocemos – ni nos relacionamos con él – mediante creencias o actos religiosos, sino siguiendo a Jesús. Es decir, a Jesús lo conocemos en la medida en que abandonamos todo lo que sea necesario abandonar, para poder compartir la forma de vivir, las convicciones y el proyecto de vida de Jesús. Baste recordar que, según los evangelios, Jesús sólo pronuncia una palabra: “Sígueme” (“akolouthei moi”) (Mc 2, 14 par). Esto es todo (Bonhoeffer). Es lo que le dijo Jesús a un “publicano”, un pecador, un hombre de vida escandalosa. Un hombre al que Jesús no le preguntó si “creía” o “no creía”. Ni “en qué creía”. Ni si “se arrepentía” de su mala vida. A Jesús, por lo visto, no le interesaba nada de eso que tanto les suele interesar a los confesores, a los predicadores.
Pero hay más. Cuando Jesús llama a alguien para que le siga, Jesús no propone “para qué” llama, ni presenta un determinado “proyecto”, un “ideal”, un “programa” de vida, unas “condiciones” [5]. Incluso algo más fuerte: según los relatos de las llamadas al “seguimiento” (Mt 8, 21-22; Lc 9, 59-60; Mc 10, 17-22; Mt 19, 16-22; Lc 18, 18-23), Jesús exige el “despojo total”. O sea, “abandonar toda seguridad” o condiciones de seguridad en la vida: ni familia, ni dinero, ni trabajo fijo, ni vivienda, ni despedirse de la propia familia, ni siquiera enterrar al propio padre (Mt 8, 22) [6].
¿Significa esto que ser cristiano (o pertenecer a la Iglesia) equivale a convertirse en un “carismático itinerante”? ¿Tiene que ser la Iglesia “un movimiento de auto-marginados”? [7]. Quienes intentamos seguir a Jesús, por eso mismo, ¿no tenemos más remedio que vivir según las pautas de una “conducta desviada”? [8]. ¿Esto es posible y recomendable?
  1. Jesús solo, como “seguridad”
Aquí tocamos la cuestión capital. No sólo para entender el Evangelio. Además de eso, para entender la Iglesia. Me explico: Es evidente que lo que Jesús exige, cuando le dice al que pretende ser creyente: “Sígueme”, en realidad lo que le dice es que abandone su casa, su familia, su trabajo, su dinero, sus observancias religiosas (hasta la cima de tales observancias, el entierro del propio padre). Y todo esto, sin ofrecerle, al que es llamado, ni un programa, ni un proyecto, ni una misión, ni unas condiciones, nada. ¿Qué significa esto? ¿Es esto razonable o realizable? Si somos consecuentes con la llamada de Jesús a “seguirle”, sólo una cosa queda en pie, en la vida del que es llamado: “Jesús solo”. Y esto, ¿qué significa y qué representa?
Lo que está aquí en juego es el problema de la “seguridad” en la vida. Sin pensarlo, tantas veces; sin darnos cuenta de lo que más nos angustia y más deseamos, en el fondo, siempre tenemos planteado el problema de nuestra seguridad en la vida. La casa, la familia, el dinero, la profesión, el prestigio, la salud, el estatus social, la institución a la que pertenecemos, la política, el derecho, la economía, las relaciones que mantenemos con los demás, la religión…. Todo eso es un conjunto de cosas tan importantes, porque nos dan seguridad en la vida. O, si no tenemos esas cosas, nos sentimos en la inseguridad y en la soledad. Esto nos suena a patético, por el miedo que nos provoca.
Esto supuesto, la insistencia de Jesús en el llamamiento a “seguirle” nos viene a decir que CREEMOS EN JESÚS SI PONEMOS SÓLO EN JESÚS NUESTRA SEGURIDAD. En definitiva, si ponemos nuestra absoluta “seguridad (Sicherheit) y alivio” (Geborgenheit[9] en la convicción de que estamos con Jesús, vivimos con él y como él. Porque sólo cuando nuestra vida se proyecta así, entonces es CUANDO SOMOS VERDADERAMENTE LIBRES. Y es que, en el fondo, el problema que nos plantea el Evangelio es el problema de la libertad. Por esto Jesús insiste en la libertad ante la familia, ante el poder, ante el dinero, ante la religión. Jesús insiste en la libertad en estas situaciones y ante estas realidades, no porque estas cosas – como es lógico – sean malas, sino porque estas cosas tienen tanta presencia y tanta fuerza en nuestra vida, que nos limitan o hasta nos privan de la libertad.
  1. El fondo del problema
Estamos tocando el fondo del problema más grave y más apremiante, que tiene que afrontar la Iglesia. Es el problema que era patente cuando Alberto Iniesta convocó la Asamblea de Vallecas. Y bien sabemos la dura respuesta que Iniesta tuvo que soportar, tanto del poder político, como del poder religioso. ¿Por qué ambos poderes son tan brutalmente intolerantes en situaciones como la que presentó Alberto Iniesta?
Porque, para los poderes que dominan y sostienen el sistema que nos rige, es determinante mantener la desigualdad. Una desigualdad que potencian, mantienen o consienten los poderes económicos, los poderes políticos, los poderes jurídicos y los poderes religiosos. De ahí, entre otras cosas, los “silencios sociales” [10], que mantienen estos poderes en las cuestiones más determinantes de las desigualdades. Todos estos poderes están inter-determinados de tal forma que, para que sigan funcionando con la eficacia que a ellos les interesa, esa eficacia no se consigue sino a base de producir y potenciar las desigualdades. Sean cuales sean las teorías, que cada cual tenga o defienda, para mantener los intereses de los que mandan, no hay más remedio que mantener las desigualdades económicas, políticas, jurídicas y religiosas. Por ejemplo, en economía: casi la mitad de la riqueza mundial está en manos solo del 1 por ciento de la población. En política, la cosa resulta patente cuando es un hecho que el hombre políticamente más poderoso del mundo es Donald Trump. En derecho-justicia, no hay que dar muchas explicaciones después de lo que estamos viendo y viviendo en España con motivo del comportamiento de determinados tribunales y sus jueces, de acuerdo con lo que les permite el vigente derecho penal o procesal. En religión, lo más fuerte es la violencia, el terrorismo, y en la Iglesia católica, el vigente Código de Derecho Canónico, que arrastra la violencia totalitaria del medievo hasta los tiempos actuales, cuando ya nos gloriamos de vivir en la “tercera Ilustración”.
Pues bien, estando así las cosas, todo esto nos ha llevado hasta una situación, que seguramente no podíamos imaginar: cuando hemos alcanzado el progreso tecnológico y científico más elevado, ahora precisamente es cuando vivimos en el mundo más inseguro. Estamos destrozando el planeta Tierra, estamos matando o dejando que se mueran millones de seres humanos cada año, hemos multiplicado el sufrimiento en el mundo, nos sentimos amenazados por incontables peligros, son ya demasiados los jóvenes que se ven sin futuro, los países más ricos levantan muros de separación, etc, etc…..
La consecuencia, que inevitablemente se ha seguido de este estado de cosas, es que a todos nosotros – seguramente sin que nos demos cuenta de lo que nos pasa – nos han invadido dos experiencias paralizantes y destructivas: la inseguridad y el miedo. Casi nadie habla de esto a fondo. Casi nadie se atreve a pensar en serio lo que vive en su más secreta intimidad. Pero sospecho que la inseguridad y el miedo son el peso y la carga que todos llevamos a cuestas. Y son la causa inconfesable de “los silencios sociales y otras artimañas” con las que, no sólo los poderosos nos ocultan la realidad, sino igualmente con las que los débiles nos escapamos de complicaciones y así perpetuamos la situación de sufrimiento en que vivimos.
  1. La Iglesia que queremos y necesitamos
Ahora se comprende mejor la Iglesia que queremos y la Iglesia que necesitamos. He explicado cómo nació el primer germen de la Iglesia. Y en los evangelios consta que los relatos del origen de la Iglesia son relatos de llamadas al seguimiento de Jesús. Esto quiere decir que el “seguimiento” de Jesús es constitutivo del ser mismo de la Iglesia. Como es igualmente constitutivo de la cristología. Por otra parte, sabemos que lo que destacan los relatos de “seguimiento” es la llamada al despojo de los soportes fundamentales que nos dan seguridad: dinero, familia, trabajo, instalación, estatus social, religión. Jesús pidió a aquellos hombres – los primeros apóstoles – el “despojo total”. No por motivos de “ascética”, como lo interpretaron los monjes a partir del siglo tercero. Menos aún, por el “desprecio del mundo” y de todo lo que nos produce felicidad y disfrute de la vida, como lo entendió la espiritualidad medieval. No para obtener la paz personal e interior, el “Dharma”, según la tradición budista laica [11].
Lo que Jesús vio como específico y determinante, para la Iglesia y para los cristianos, es la superación del miedo y la inseguridad. Porque solamente así, podremos integrar en nuestras vidas el “proyecto de vida” que llevó Jesús y nos exigió Jesús, si es que queremos de verdad hacer presente el Evangelio en nuestra sociedad. Y nunca tendríamos que olvidar los creyentes en Cristo que, por trazar el camino que supera el miedo y la inseguridad, “Jesús aceptó la función más baja que una sociedad puede adjudicar: la de delincuente ejecutado” [12]. Sin duda, a esto se refería Jesús cuando les dijo, no solo a sus discípulos, sino “a todos” (Lc 9, 23): “Si uno quiere venirse conmigo, que reniegue de sí mismo, que cargue con su cruz y entonces me siga” (Mc 8, 34; Mt 16, 24; Lc 9, 23). Hoy no es posible interpretar estas palabras de Jesús como un llamamiento “para vivir en los márgenes” [13] de la vida y de la sociedad. Seguir a Jesús es cargar con su cruz. Pero, ¿qué significa esto y qué es lo que exige?
En la sociedad de la “corrupción” y la “desigualdad”, que genera el “miedo” y la “inseguridad”, seguir a Jesús, creer en Jesús, vivir en la Iglesia, no es una exigencia de heroísmos y singularidades que nos empujarían a tener que andar, como una especie de fugitivos, por los márgenes de la vida, como excluidos sociales. No se trata de eso. La exigencia de Jesús es enteramente razonable. Es lo que tendría que ser lo común para todo ciudadano. Estamos hablando sencillamente de “ser ciudadanos honrados y honestos, que cumplen con sus obligaciones cívicas y, si es que en algo los cristianos se diferencian de los demás, tendría que ser por su sensibilidad ante el sufrimiento y la desigualdad que impone el desorden establecido”.
  1. La Iglesia como factor de cambio
La Iglesia “que queremos y necesitamos” es la gran Comunidad de creyentes en Jesús, que produce este proyecto de vida, lo cultiva, lo fomenta, lo mantiene. Pero aquí lo que importa es entender bien lo que queremos decir cuando hablamos de “la gran Comunidad”.
Es evidente que, en los evangelios, la presencia y la importancia de los “Doce” (“discípulos” o “apóstoles”) se destaca en la vida y en el proyecto de Jesús. Pero, tan cierto como eso, es que, en la Antigüedad Tardía (en los primeros siglos de la Iglesia), el cristianismo fue un factor de cambio decisivo. Un cambio, no sólo religioso, sino también social. Además, esto se realizó no sólo por la doctrina que enseñaban los obispos, sino sobre todo por la forma de vida que llevaron los cristianos, en la crisis del Imperio ya ante de Constantino (s. IV) [14]. ¿En qué y por qué fue el cristianismo “factor de cambio”?
“Durante el siglo II e incluso el III, el cristianismo aún era en gran parte (aunque con algunas excepciones) un ejército de desheredados” [15]. Pero también es cierto que el cristianismo, además de sus promesas para la otra vida y sus prácticas religiosas, poseía un sentido comunitario más fuerte que todo cuanto ofrecían los otros grupos mistéricos de aquel tiempo, sobre todo “por la forma común de vida, como acertadamente advirtió Celso” [16]. Sabemos con seguridad que, en aquellos tiempos de miseria, escasez y hambre, la Iglesia ofrecía todo lo necesario para constituir una especie de seguridad social: cuidaba de huérfanos y viudas, atendía a los ancianos, a los incapacitados y a los que carecían de medios de vida [17]. Y, más que nada, ofrecía un sentimiento de grupo que el cristianismo de entonces estaba en condiciones de fomentar. La Iglesia consistía, sobre todo, en comunidades de acogida en las que la gente se sentía protegida por derechos que la sociedad no le ofrecía.
Hoy, cuando nos estamos dando cuenta de que se puede salir de la “crisis” económica, manteniendo a grandes sectores de la población en la “estafa” cruel de los que se ven hundidos en lo más bajo de la desigualdad, comprendemos mejor lo que explico admirablemente el profesor E. R. Dodds. Me refiero al horror del sentimiento de desamparo que puede experimentar cualquier ser humano en medio de sus semejantes. Debieron ser muchos los que experimentaron este desamparo, en la Antigüedad Tardía: los bárbaros urbanizados, los campesinos llegados a las ciudades en busca de trabajo, los soldados licenciados, los rentistas arruinados por la inflación y los esclavos manumitidos. Para todas estas gentes, el entrar a formar parte de la comunidad cristiana debía ser el único medio de conservar el respeto hacia sí mismos y de dar a su propia vida algún sentido. Y es que dentro de la comunidad cristiana se experimentaba el calor humano y se tenía la prueba de que alguien se interesaba por nosotros, en este mundo y en el otro [18].
Por esto, exactamente por esto, el cristianismo fue un agente decisivo de transformación de la cultura y de la sociedad. Los historiadores mejor documentados lo han dicho sin rodeos, al explicar lo que representó “la caída del Imperio Romano”: “el cristianismo fue en cierto sentido una fuerza igualadora y promotora de una progresiva democratización. Insistía en que todo el mundo, con independencia de cuál fuera su posición económica o social, tenía un alma y un valor parejo en el drama cósmico de la salvación, y algunos de los textos evangélicos sugerían incluso que las riquezas de este mundo podían constituir un obstáculo para la salvación” [19].
La Iglesia que humanizó el Imperio, hasta que ella misma se dejó corromper por la fuerza perversa de los poderes, las riquezas y los privilegios, esa Iglesia que queremos y necesitamos, fue la gran Comunidad que igualaba al pueblo, a la sociedad, a los ciudadanos. La Iglesia de los que no se daban por satisfechos con la fe cristiana, sino que, junto a la fe y por la fuerza de aquella fe, vivían el seguimiento que Jesús exigió a los apóstoles, a los discípulos y al pueblo en general, según los numerosos relatos evangélicos que nos han conservado esta “memoria peligrosa”, que nos resistimos a recordar. Y, sobre todo, la memoria que no soportamos actualizar, hacerla viva y presente en esta Iglesia nuestra de hoy.
  1. Conclusión
Mi conclusión es clara. Hay dos maneras de entender la Iglesia y de vivir en ella. La Iglesia de la “sumisión” y la Iglesia de la “necesidad”. ¿Qué significan estas dos maneras de entender y vivir la Iglesia? Cuando lo importante y decisivo en la Iglesia es el “poder” de los que mandan, la Iglesia no tiene más remedio que ser la Iglesia de la “sumisión”. Cuando lo importante y decisivo en la Iglesia es el “sufrimiento” del mundo y en el mundo, la Iglesia no tiene más remedio que ser la Iglesia de la “necesidad”.
La Iglesia del “poder”, somete a sus fieles. Eso es lo principal para ella. Y utiliza los grandes temas de la Teología para someter: la fe, los sacramentos, la muerte, el infierno, la moral, la predicación. la liturgia, el derecho canónico, la catequesis, la espiritualidad, todo sirve y es eficaz para tener a la gente sumisa. Y el gobierno eclesiástico es un gran ejercicio de sumisión. Se somete el pensamiento y la capacidad de pensar, se somete la voluntad y la capacidad de decidir, se premia al sumiso, se castiga al desobediente. Y todo el gobierno de la Iglesia se organiza según este imponente tinglado de poder y sumisión.
La Iglesia de la “necesidad”, se afana, trabaja, lucha, por lo que más necesita la gente: palpar y vivir que todos, siendo “diferentes” en los hechos patentes que vemos y tocamos, sim embargo todos somos “iguales” en dignidad y derechos. Porque la Iglesia no se gestó, ni nació, del poder, sino que se gestó y nació del Evangelio. El Evangelio en el que leemos que lo más importante, para Jesús, no fue mantener e imponer su poder, sino remediar el sufrimiento, responder a lo que más necesita la gente, que es aliviar, remediar, suprimir sus muchos sufrimientos. Por esto, Jesús curó a los enfermos, perdonó a los pecadores, alivió el yugo que nos impone este mundo y sus leyes, no obligó nunca a nada, ni exigió obediencia a nadie.
Sobre eta base, nació la Iglesia. Y desde esta base, Jesús nos enseñó, no sólo ni principalmente la importancia de la fe, sino, junto a la fe y antes que la fe, el seguimiento de Jesús. Por eso, la “Iglesia de la sumisión” produce esclavos. Mientras que la “Iglesia de la necesidad” produce personas libres. Teniendo siempre en cuenta que solamente las personas verdaderamente libres pueden superar y vencer el miedo y la inseguridad. Las dos grandes ataduras que nos impiden ser agentes de cambio en esta sociedad nuestra, la sociedad de la crisis y la estafa. Lo que nos empuja constantemente a los “silencios sociales” cómplices, que perpetúan el sufrimiento que estamos soportando; y el que les espera a las generaciones que vendrán después de nosotros. A no ser que nos empeñemos, con el poder del Espíritu y la luz del Evangelio, en recuperar la capacidad de factor de cambio que caracteriza a la Iglesia de Jesús, el Mesías, el Señor.
[1] Un buen análisis de aquella prohibición y su significado, en Pastoral Misionera, 3 (1975). El 27 de abril de aquel mismo año (1975), se celebró en El Escorial, una asamblea en la que participaron más de 100 comunidades de base para analizar el significado de la prohibición de la Asamblea de Vallecas. Cf. R. Díaz Salazar, Iglesia Dictadura y Democracia, Madrid, Ediciones HOAC, 1981, 282.
[2] Conc. Vaticano II, Lumen Gentium, 5, 1.
[3] J. Alfaro, “Fides in terminologia bíblica”: Gregorianum 42 (1961) 476-477.
[4] Johann Baptist Metz, La fe, en la historia y la sociedad, Madrid, Cristiandad, 1979, 66-67.
[5] Dietrich Bonhoeffer, Nachfolge, München, Kaiser, 1982, 28-29.
[6] Por influjo de los Jasidim y de los Fariseos, el último servicio a los muertos había sido enaltecido a la cima de todas las buenas obras. Martin Hengel, Seguimiento y Carisma. La radicalidad de la llamada de Jesús, Santander, Sal Terrae, 1981, 21.
[7] Gerd Theissen, El Movimiento de Jesús. Historia social de una revolución de valores, Salamanca, Sígueme, 2005, 35-37.
[8] O. c., 36.
[9] Diestrich Bonhoeffer, o. p., 29.
[10] Joaquín Estefanía, Abuelo, ¿cómo habéis consentido esto?, Barcelona, Planeta, 2017, 136-138.
[11] Kotaró Suzuki, “El Buda histórico y el Buda eterno”: Teologías en entredicho, Fundación UIMP (Universidad Internacional Menéndez Pelayo), Campo de Gibraltar, 2011, 59-68.
[12] Gerd Theissen, El movimiento de Jesús. Historia de una revolución de valores, Salamanca, Sígueme, 2005, 33.
[13] Warren Carter, Mateo y los márgenes. Una lectura sociopolítica y religiosa, Estella, Verbo Divino, 2007, 499.
[14] E. R. Dodds, Paganos y cristianos en una época de angustia, Madrid, Cristiandad, 1975, 173-179.
[15] E. R. Dodds, o. c., 175. Cf. Justino, Apol., II, 10. 8; Atenágoras, Leg., 11. 3: Tácito, Orat., 32, 1; Min. Felix, Oct., 8, 4; 12. 7; Orígenes, C. Celsum 1, 27. Aunque esto podía decirse igualmente, en buena medida, de los paganos.
[16] Cf. Orígenes, Contra Celsum, 1, 1.
[17] Cf. Hendrik Bolkestein, Wohltätigkeit und Armenpflege im Vorchristlichen Altertum, Utrecht, Ootoek, 1939. Y sobre todo, Allmecht Dihle, Die Goldene Regel, Göttingen, Vandenhoet & Ruprecht, 1962, 61-71; 117-127. Cf. E. R. Dodds, o. c., 178, n. 109.
[18] E. R. Dodds, o. c., 179.
[19] Peter Heather, La caída del Imperio Romano, Barcelona, Crítica, 2008, 164.