domingo, 20 de noviembre de 2016

EL FUTURO POLITICO ECONOMICO DE PUERTO RICO

El futuro político-económico de Puerto Rico
Aníbal Colón Rosado 
Promoverá con firmeza la justicia. No titubeará ni se doblegará hasta haber establecido el derecho sobre la tierra. Los países del mar estarán atentos a sus enseñanzas. Yo, el Señor, te llamé, y te tomé por la mano, para que seas instrumento de salvación; yo te formé, pues quiero que seas señal de mi pacto con el pueblo, luz de las naciones. Quiero que des vista a los ciegos y saques a los presos de la cárcel, del calabozo donde viven en la oscuridad.
Is. 42, 3-4.6-7
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Llama la atención constatar cómo la solidez de la cultura de los pueblos americanos está amenazada y debilitada fundamentalmente por dos corrientes del pensamiento débil. Una que podríamos llamar la concepción imperial de la globalización [según la cual], todos los pueblos deberían fusionarse en una uniformidad que anula la tensión entre las particularidades. Esta globalización constituye el totalitarismo más peligroso de la posmodernidad. La otra corriente amenazante es la que, en jerga cotidiana, podríamos llamar el ‘progresismo adolescente’. Este ´progresismo adolescente` configura el colonialismo cultural de los imperios y tiene relación con una concepción de la laicidad del Estado que más bien es laicismo militante. Estas dos posturas constituyen insidias antipopulares, antinacionales, antilatinoamericanas, aunque se disfracen, a veces, con máscaras progresistas.[1]
Cardenal Jorge Bergoglio
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Por medio de este ensayo deseo aportar algo al diálogo en torno al estatus político de Puerto Rico. Estamos ante una cuestión de alta política y de inalienable compromiso patriótico. El Papa Benedicto XVI ha afirmado que el origen y la meta política se encuentran en la justicia, la cual es de naturaleza ética; y el deber inmediato de “actuar en un orden justo en la sociedad es más bien de los propios fieles laicos”.[2] De acuerdo con la Congregación para la Doctrina de la Fe, la misión de los laicos es configurar rectamente la vida social y “animar cristianamente el orden temporal, respetando su naturaleza y legítima autonomía, y cooperando con los demás ciudadanos según la competencia específica y bajo la propia responsabilidad”.[3] Los ciudadanos están en plena libertad de sostener sus ideales políticos en cuanto a la solución final de la condición política de Puerto Rico, en conformidad con los principios de la justicia, la dignidad y la igualdad y según los dictados de una conciencia ilustrada. En cierto sentido, una opción política supone una opción cultural y religiosa.[4]
Con este espíritu y con la mejor voluntad, abordo la reflexión sobre uno de los asuntos más neurálgicos que afectan la unidad de nuestro pueblo. Según la Comisión especial nombrada por el Presidente de los Estados Unidos para estudiar la situación política de Puerto Rico[5], la voluntad democrática del pueblo puertorriqueño es de suma importancia en la determinación del futuro político del país. Aunque la discusión del estatus y los procesos de consulta han sido recurrentes desde la segunda mitad del siglo XX, debemos ponderar la relevancia de la decisión fundamental y la necesidad de una formación adecuada.
En todo caso, sería conveniente establecer un itinerario intenso y confiable de investigación y orientación. Se trata de una situación compleja, en la que existen opiniones en abierto y radical contraste. Precisamente, el 17 de enero del 2014 el Presidente Barack Obama firmó la ley del presupuesto que asigna $2.5 millones destinados a una campaña educativa sobre las opciones de status de un próximo plebiscito. Correspondía al Secretario de Justicia el aprobar el plan de desembolsos, y asegurarse de que la papeleta electoral, los recursos educativos, las opciones del plebiscito fueran compatibles con las exigencias constitucionales, legales y de política pública del gobierno federal. ¿Qué ha sucedido con el propuesto plebiscito, la campaña educativa sobre las opciones políticas y los fondos asignados a la misma? Por otro lado, las últimas Comisiones presidenciales dedicadas a examinar el tema del estatus han reconocido las dificultades y los defectos jurídicos de las autoridades federales. El grupo operativo nombrado por el Presidente George W. Bush aceptó el hecho de las decisiones contradictorias de la jurisprudencia norteamericana respecto a la causa de Puerto Rico. La Task Force del Presidente Barack Obama, por su parte, considera que las decisiones del Tribunal Supremo de los Estados Unidos, en los casos que tratan asuntos de Puerto Rico, han sido vistas negativamente; y no miran al desarrollo de las relaciones de Puerto Rico con los Estados Unidos. El Congreso aprueba o sanciona leyes cada año, leyes que tienen graves repercusiones a lo largo y a lo ancho de la Unión, incluyendo a los territorios. Asimismo, los plebiscitos no han movido a Puerto Rico a una posición más cercana a la definición del status; surgen dudas sobre si los Estados Unidos ejecutarán la decisión de Puerto Rico y sobre la capacidad del Congreso para encontrar una salida satisfactoria. En fin, falta confianza y abunda la incertidumbre sobre la definición de las opciones del status, a la vez que se reconoce el vínculo entre la irresolución política y el derrotero económico.[6]
Me parece lógico, pues, que el Presidente Obama manifestara, en su carta introductoria al Informe, que estamos ante un desafío y una ocasión oportuna. Es menester que la relación de Puerto Rico “con el Gobierno federal sea justa y equitativa y comprometerse con un proceso que apoye y respete la autodeterminación de Puerto Rico”.[7] El Informe insiste en que el estatus sigue siendo un asunto de vital importancia para el pueblo de Puerto Rico, y ha de resolverse en breve periodo de tiempo. El Presidente se declara firmemente comprometido con el principio de que la cuestión del estatus político es un asunto de autodeterminación para el pueblo puertorriqueño quien debe contar con la facultad de determinar su futuro político. La participación universal ha de superar el ámbito de los partidos y los escollos de la ignorancia, la manipulación y el fanatismo. En los documentos oficiales relativos al reciente estudio del estatus se repite el ideal de que el proceso de consulta debe ser justo, democrático, genuino, deliberativo, abierto, imparcial, claramente definido, transparente, expedito, legítimo, coherente y fiel a la voz del pueblo de Puerto Rico. Cabría añadir que los trabajos deberían transcurrir respetuosa, digna y pacíficamente. Prominentes políticos señalan el fracaso del gobierno federal al no definir claramente las opciones del estatus. La metodología, las condiciones y la seriedad del compromiso de parte de las autoridades para con los resultados pueden invalidar la consulta o convertirla en un ejercicio fútil.
El grupo de trabajo no sólo asesoró sobre el asunto del estatus, sino que además presentó sugerencias sobre la creación de empleos, la educación, el cuidado de la salud, la energía limpia o incontaminante y el desarrollo económico. Aunque el título del Report sólo menciona el estatus, menos del 20% de las sugerencias se refieren al mismo; y más de 75% del texto se concentra en propuestas económicas, incluyendo los proyectos de Vieques. Los autores del Informe afirman que, a pesar de la extensa agenda económica, su intención no consiste en evitar la espinosa y candente coyuntura del estatus. También sostienen que el bienestar económico de Puerto Rico a largo plazo mejoraría dramáticamente por una decisión temprana en la cuestión del estatus, cosa que ha frenado el avance de la Isla. Creemos, desde luego, que las consecuencias dependerán de muchos factores propios y externos, tanto en la hora de la decisión puntual como en el modo de organizar la comunidad integral tras la elección del estatus. Quedan muchas cosas que no son conocidas sobre lo que significaría un cambio de estatus para la Isla. Conviene, pues, poner todas las cartas sobre la mesa y minimizar los errores humanos. El feliz éxito depende, en gran medida, de la previsión, la buena voluntad y la acción responsable de las partes.
Opino que la economía está muy vinculada con el fenómeno político, pero no es lo esencial. En el fondo, el estatus no es un problema sustancialmente económico, ni siquiera político, sino más bien profundamente humano y espiritual. “No es posible comprender al hombre unilateralmente a partir del factor de la economía… Al hombre se le comprende de manera más exhaustiva si es visto en la esfera de la cultura a través de la lengua, la historia…”[8] Aun así, el desarrollo económico es un aspecto relativamente importante para la solución del dilema de Puerto Rico. Su economía del último siglo se ha desarrollado como una economía colonial con limitaciones sobre su capacidad para la exportación y los intercambios internacionales. Un digno proceso de transición a la luz de esta historia requeriría un proceso de evolución y prosperidad económica por medio del cual la economía puertorriqueña se haría interdependiente con la de Estados Unidos y abierta al mundo, sin ataduras coloniales.[9] En la página 26 del Report se dice que actualmente Puerto Rico goza de una autonomía política local significativa. El grupo de trabajo considera que dicha autonomía nunca debe ser reducida ni amenazada. Sería provechoso el evaluar críticamente el grado de la relativa autonomía del país y sus efectos prácticos. Esto debería realizarse bajo todas las opciones políticas; lo cual beneficiaría a ambos países, irrespectivamente de la opción elegida. Urge establecer una política nueva que permitiera que Puerto Rico entrara en actividades económicas directas con otros países. Esto contribuiría a que el país fuera más autosuficiente, se insertara en la economía global y se liberara de un sistema económico colonial de dependencia. Simultáneamente, deberá librarse de lo que se ha llamado la “dictadura económica global” y de toda tendencia a monopolizar el poder político, económico y cultural.
Así lo ha manifestado diáfanamente el Papa Francisco, pues resulta intolerable que los mercados financieros gobiernen la suerte de los pueblos, cuando lo justo sería que los gobiernos de todo el mundo se comprometiesen a desarrollar un marco internacional promotor de la inversión social, particularmente en favor de los pobres. De este modo, fomentando la soberanía financiera, se contrastaría la economía de la exclusión y del descarte. En una Conferencia promovida por el Consejo Pontificio de la Justicia y de la Paz, el Santo Padre consideró inadmisible que "pocos prosperen recurriendo a la especulación financiera mientras muchos sufren duramente las consecuencias".[10]
En su Discurso a la Fundación Centesimus Annus Pro Pontifice, Francisco había puesto los cimientos de dicho pensamiento social: “La crisis actual no es sólo económica y financiera, sino que hunde las raíces en una crisis ética y antropológica. Seguir los ídolos del poder, del beneficio, del dinero, por encima del valor de la persona humana, se ha convertido en norma fundamental de funcionamiento y criterio decisivo de organización. Se ha olvidado y se olvida aún hoy que por encima de los asuntos de la lógica y de los parámetros de mercado está el ser humano, y hay algo que se debe al hombre en cuanto hombre, en virtud de su dignidad profunda: ofrecerle la posibilidad de vivir dignamente y participar activamente en el bien común. Benedicto XVI nos recordó que toda actividad humana, incluso aquella económica, precisamente porque es humana, debe estar articulada e institucionalizada éticamente (cf. Caritas in veritate, 36). Debemos volver a la centralidad del hombre, a una visión más ética de la actividad y de las relaciones humanas, sin el temor de perder algo.”[11]
La crisis económica global y los esfuerzos a escala internacional deben promover un nuevo modelo de crecimiento económico a escala internacional que procure armonizar el desarrollo del capital con el desarrollo social, teniendo la vista puesta en la disminución de la pobreza en el mundo; lo cual puede propiciar una oportunidad de crecimiento para la economía de Puerto Rico. Es preciso acentuar la naturaleza de la interdependencia en el mundo actual y la importancia de preservar la propia identidad cultural en un mundo globalizado que puede contribuir a la fraternidad y a las justas relaciones económicas y políticas entre las naciones. Las naciones están creciendo cada vez más unidas en la comunidad global.
En su encíclica Caritas in veritate, el Papa Benedicto XVI alude a este concepto: “Pablo VI tenía una visión articulada del desarrollo. Con el término ‘desarrollo’ quiso indicar ante todo el objetivo de que los pueblos salieran del hambre, la miseria, las enfermedades endémicas y el analfabetismo. Desde el punto de vista económico, eso significaba su participación activa y en condiciones de igualdad en el proceso económico internacional; desde el punto de vista social, su evolución hacia sociedades solidarias y con buen nivel de formación; desde el punto de vista político, la consolidación de regímenes democráticos capaces de asegurar libertad y paz. (…) El desarrollo económico que Pablo VI deseaba era el que produjera un crecimiento real, extensible a todos y concretamente sostenible. Es verdad que el desarrollo ha sido y sigue siendo un factor positivo que ha sacado de la miseria a miles de millones de personas y que, últimamente, ha dado a muchos países la posibilidad de participar efectivamente en la política internacional. Sin embargo, se ha de reconocer que el desarrollo económico mismo ha estado, y lo está aún, aquejado por desviaciones y problemas dramáticos, que la crisis actual ha puesto todavía más de manifiesto. Ésta nos pone improrrogablemente ante decisiones que afectan cada vez más al destino mismo del hombre, el cual, por lo demás, no puede prescindir de su naturaleza. Las fuerzas técnicas que se mueven, las interrelaciones planetarias, los efectos perniciosos sobre la economía real de una actividad financiera mal utilizada y en buena parte especulativa, los imponentes flujos migratorios, frecuentemente provocados y después no gestionados adecuadamente, o la explotación sin reglas de los recursos de la tierra, nos induce hoy a reflexionar sobre las medidas necesarias para solucionar problemas que no sólo son nuevos respecto a los afrontados por el Papa Pablo VI, sino también, y sobre todo, que tienen un efecto decisivo para el bien presente y futuro de la humanidad. Los aspectos de la crisis y sus soluciones, así como la posibilidad de un nuevo desarrollo futuro, están cada vez más interrelacionados, se implican recíprocamente, requieren nuevos esfuerzos de comprensión unitaria y una nueva síntesis humanista. Nos preocupa justamente la complejidad y gravedad de la situación económica actual, pero hemos de asumir con realismo, confianza y esperanza las nuevas responsabilidades que nos reclama la situación de un mundo que necesita una profunda renovación cultural y el redescubrimiento de valores de fondo sobre los cuales construir un futuro mejor. La crisis nos obliga a revisar nuestro camino, a darnos nuevas reglas y a encontrar nuevas formas de compromiso, a apoyarnos en las experiencias positivas y a rechazar las negativas. De este modo, la crisis se convierte en ocasión de discernir y proyectar de un modo nuevo. Conviene afrontar las dificultades del presente en esta clave, de manera confiada más que resignada”[12].
En aras de la nueva síntesis humanista, propongo un enfoque profundo y una perspectiva integral al proyecto de una patria transfigurada. Esta realidad que debemos construir solidariamente con nuestros corazones, brazos e inteligencia, no debe prescindir de los valores éticos, culturales, sociales y espirituales. Generaciones de puertorriqueños sólo conocen fragmentos de su historia y de manera distorsionada por parte de las autoridades. Existe una crisis de identidad entre la mayoría de los puertorriqueños. Es hora de rectificar las injusticias que se han cometido contra los componentes principales de su cultura, su identidad nacional y los símbolos visibles de la puertorriqueñidad. Precisamente, en su sexta recomendación, el Informe del grupo de trabajo sugiere que el Presidente y el Congreso deben asegurar que Puerto Rico controlará su propia cultura e identidad lingüística.[13]
Ponderando el impacto de las opciones sobre la identidad cultural del archipiélago borincano, el grupo opina que dicha sugerencia reduciría la preocupación sobre la posibilidad de adoptar del inglés como el único idioma oficial de la Isla. “Si fuera Estado, el idioma inglés jugaría un papel central en la vida cotidiana de la Isla (como lo hace hoy).” Ateniéndonos a lo que la misma Comisión asevera, habría que analizar críticamente la frase que aparece entre paréntesis. El Informe de la Task Force augura que las relaciones de los Estados Unidos y Puerto Rico no puedan ser alteradas o modificadas, excepto por consentimiento mutuo. A renglón seguido, admite que el Congreso puede alterar la relación unilateralmente. Como podría asimismo decidir aprobar legislación violando un tratado con un país extranjero o legislar por encima de la oposición de uno o más estados. Se necesita mayor información sobre las opciones y lo que sigue después de la decisión. Aunque siempre hay margen de incertidumbre en toda elección, resulta imprudente apostar ciegamente. “Las cuestiones vitales de un pueblo superan infinitamente las inquietudes de un juego de azar. Ciertamente, la controversia tradicional del estatus afecta a casi todos los recursos materiales y espirituales de la sociedad puertorriqueña… Se trata de un tema demasiado grave como para dejarlo en manos de un solo sector de la comunidad o a merced de los intereses ajenos a nuestros mejores propósitos.”[14]
El grupo operativo propone una legislación que comprometa a los Estados Unidos, estando ausente la autoridad interviniente del Congreso, para respetar la voluntad del pueblo de Puerto Rico, bajo condiciones especiales. Bastaría con cumplir con ciertos pasos especificados en los estatutos y en la legislación autoejecutable, sin ulterior acción del Congreso. Este último ha empleado legislación condicionada, dependiente del voto del electorado. Por consiguiente, Puerto Rico no debe suponer o presumir ciertas modificaciones en su condición futura, a menos que la legislación provea específicamente que tal modificación ocurriría o tendría lugar tras la selección de dicho estatus. Y esto también se refiere al idioma, a otros rasgos de la idiosincrasia isleña, a la economía y a la proyección internacional. ¿Qué se espera de los Estados Unidos tras los acuerdos de la consulta? ¿Qué se espera de Puerto Rico? Cualquiera que sea la opción preferida, nada ni nadie exime al país de trabajar arduamente, producir y salir por sus fueros, como comunidad madura para ejercer el autogobierno. “Creemos que, al margen del plebiscito, todos los pueblos deben esforzarse por producir sus propios medios de subsistencia y compartir sus recursos en un intercambio justo y fraterno”[15] F.D. Roosevelt también había llamado la atención sobre el vicio de la dependencia, pues las lecciones de la historia demuestran sin lugar a dudas que la dependencia continua de ayudas provoca una desintegración espiritual y moral fundamentalmente destructiva para la fibra nacional. Repartir dádivas de este modo es como administrar un narcótico, un sutil destructor del espíritu humano.
Trascendiendo las políticas de dependencia y el alcance de las iniciativas federales, debemos plantear algo más fundamental que atañe a la pertinencia del derecho natural e internacional. Aunque existen resoluciones concurrentes congresionales que aluden al derecho internacional, el Informe del Task Force prescinde por completo de tal discurso.[16] Sin embargo, la participación de Estados Unidos en el proceso mundial de descolonización le conferiría mayor respeto ante la comunidad internacional. De igual manera, se establecería un marco renovado y creativo de diálogo entre iguales a fin de superar el estancamiento actual, realzar la dignidad mutua y subsanar una injusticia histórica en la que los puertorriqueños se convirtieron en botín de guerra, al margen de toda participación y consulta. Los tiempos han cambiado desde 1898 hasta esta parte. Se ha superado la noción americana del destino manifiesto. Al dejar atrás la mentalidad colonialista, los Estados Unidos cambiarían su estrategia respecto a Puerto Rico e iniciarían un nuevo capítulo en sus mutuas relaciones fundado en una comunión de diálogo entre iguales. Hablamos de un diálogo abierto, dinámico y sincero que procura el bien común de ambos países en el contexto del mutuo respeto y justa colaboración, fomentando el espíritu de amistad y solidaridad. De este modo se abre el camino para reconocer la dignidad del pueblo de Puerto Rico, su derecho natural a la libre determinación de su condición jurídica final y la capacidad para ser los protagonistas de su historia y su destino. La raíz de sus libertades brota de los derechos humanos inviolables que son don divino. Todo lo cual contribuirá que los Estados Unidos hagan la decisión acertada y se coloquen en el lado correcto del veredicto de la historia. Hago mías las palabras de Mons. Oscar A. Campos, obispo de Tehuantepec, en el sentido de que todavía hay mucho que hacer para decir que somos verdaderamente libres:
“Ser libre es descubrir el bien y caminar hacia él, porque el mal esclaviza siempre… si tenemos que ir hacia el bien, esto significa reconocer el valor de la persona, el valor de la dignidad, el valor de la vida. Una sociedad en la que hay miles de pobres, millones de personas pobres, también es una sociedad que es esclava, sujeta a ciertos patrones, esquemas económicos, a veces humillantes para las personas”.[17]
La evolución de la democracia, con sus luces y sombras, ha sido una nota positiva en el quehacer de la sociedad puertorriqueña. Pero la gente tiene el derecho a experimentar la plenitud y la culminación de la democracia y saber que su gobierno es un gobierno elegido por el pueblo y para el pueblo de Puerto Rico. Tanto en lo jurídico como en las gestiones internacionales, Puerto Rico no interviene en asuntos de trascendental importancia para su desarrollo. La comunidad está llamada a velar por su integridad política y cultural. Juan Pablo II se preguntaba si la historia puede ir contra la corriente de las conciencias. Y respondía: “La libertad hay que conquistarla permanentemente, no basta con poseerla… Pagas por la libertad con todo tu ser… débil es el pueblo si acepta su derrota olvidando que fue llamado a velar, hasta que llegue su hora… ¡Velar es la palabra del Señor y de su pueblo!” (Memoria e identidad). En tono análogo se pronuncia el episcopado, cuando en su Declaración sobre el plebiscito afirma que el verdadero progreso social trasciende el desarrollo material para ofrecer una felicidad integral a todo el hombre y a todos los hombres. La definición esencial de una comunidad trasciende los juegos geopolíticos y las agendas partidistas. Pablo VI abogó por la respetuosa interdependencia de los pueblos: “El deber más importante de la justicia es el permitir a cada país promover su propio desarrollo, dentro del marco de una cooperación exenta de todo espíritu de dominio económico y político”[18]
La doctrina social católica reitera los criterios en los que se funda una decisión bien ponderada: la dignidad de la persona, la integridad de la vida familiar, la prioridad del bien común y de las realidades espirituales, la opción preferencial por los pobres, el respeto a la vida, el amor a la patria y a la cultura… Los obispos puertorriqueños lo acentuaron en la citada declaración de 1984: “Dios nos creó esencialmente iguales para la vida y para la muerte, y no cabe discrimen alguno que menoscabe la libertad primordial. La relativa grandeza o pequeñez de las comunidades políticas no altera los términos de una relación justa, pacífica, fraterna entre ellas, en la que se respete la intrínseca dignidad de las partes.” Juan Pablo II subrayó el fundamento de la soberanía, que “emana originalmente de una soberanía moral y cultural, que pertenece a los pueblos y a las naciones, que hunde sus raíces en la identidad íntima de estos, en la historia que han vivido y que ha hecho de ellos algo único y específico”.[19] El Papa sostiene que la autoridad moral del Estado consiste en ser la expresión de la autodeterminación soberana de los pueblos y las naciones. En su discurso ante el cuerpo diplomático, el 2 de enero de 1981, Juan Pablo II reitera el valor de la cultura, expresión de la identidad nacional que constituye el alma de los pueblos “y que sobrevive a pesar de las condiciones adversas, las pruebas de todo orden, los cataclismos históricos o naturales, permaneciendo una y compacta a lo largo de los siglos. En función de su cultura, de su vida espiritual, cada pueblo se distingue del otro, que, por otra parte, está llamado a completar en él facilitándole la aportación específica que el otro necesita”.
Éste es el horizonte axiológico que debería inspirar la determinación formal de un pueblo que anhela configurar favorablemente su destino. Sabemos que es una misión delicada, pero posible. Reconocemos que resulta harto difícil el abrirse camino en medio de la confusión, la indiferencia, los temores y las luchas partidistas. Pero confiamos firmemente en que, con la ayuda de Dios, el pueblo puertorriqueño sabrá vencer los obstáculos y obrar sabiamente en esta decisión fundamental. Puerto Rico no es un atolón deshabitado y estéril ni una finca particular, sino una comunidad cinco veces centenaria, con todos sus atributos sociales y culturales. Asumamos, pues, la responsabilidad de definir nuestro destino y prepararnos para cualquier determinación. Ninguna opción resolverá por arte de magia nuestros problemas ni nos eximirá de trabajar y cooperar en todos los ámbitos del quehacer humano, para bien propio y ajeno.
La hora del discernimiento
Es el momento del discernimiento entre interlocutores maduros y sinceros; es la coyuntura de revisar los prejuicios y abrirse seriamente a las opciones, teniendo en mente todos los valores y factores. Debemos analizar la realidad completa y compleja, en sus diversas partes, mediante una pedagogía gradual. Es decir, las personas avanzan sistemáticamente en su formación y se capacitan para elegir con prudencia. Hablamos de una búsqueda profunda y respetuosa, en la que participarían positivamente los hermanos que han venido de otras tierras y los compatriotas que se han ausentado por diversas razones.
Para contribuir a este discernimiento histórico, la comunidad eclesial cuenta con un tesoro milenario, que es su teología social. El pensamiento católico sobre la comunidad política y el derecho internacional está resumido en el Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia (nn. 377-450). De él extraigo las ideas que presento a continuación.
En cuanto a la autoridad política, Jesús condenó cualquier intento de divinizar y de absolutizar el poder temporal. Este último tiene derecho a lo que le es debido, pero sólo Dios puede exigir todo del ser humano. Siguiendo la actitud de Jesús, San Pablo tampoco intenta legitimar todo poder, sino que considera la autoridad al servicio de Dios para el bien de la persona (cf. Rm 13,4; 1Tm 2,1). San Pedro, por su parte, avala una obediencia libre y responsable que hace respetar la justicia, asegurando el bien común (1 Pt 2, 14-16).
La soberanía divina
La soberanía pertenece a Dios. Pero el Señor “no ha querido retener para Él solo el ejercicio de todos los poderes. Entrega a cada criatura las funciones que es capaz de ejercer, según las capacidades de su naturaleza. Este modo de gobierno debe ser imitado en la vida social. El comportamiento de Dios en el mundo, que manifiesta tanto respeto a la libertad humana, debe inspirar la sabiduría de los que gobiernan las comunidades humanas. Estos deben comportarse como ministros de la providencia divina” (Catecismo de la Iglesia Católica, 1884). El poder político es parte integrante del orden creado por Dios; orden que se realiza, en la vida social, mediante la verdad, la justicia, la libertad y la solidaridad que procuran la paz.
El hombre y la mujer, dotados de racionalidad, son responsables de sus propias decisiones, y pueden fraguar proyectos que confieran sentido a su vida, tanto en el plano individual como en el social. De la naturaleza de las personas, deriva la comunidad política. Contra todo secularismo relativista, la conciencia humana descubre “una ley moral basada en la religión, la cual posee la capacidad muy superior a la de cualquier otra fuerza o utilidad material para resolver los problemas de la vida individual y social, así en el interior de las naciones como en el seno de la sociedad internacional” (Mater et magistra, AAS 53, 1961, 450). En otras palabras, la gestión política no se agota en sí misma, sino que responde a un horizonte más elevado que lo trasciende. Consiguientemente, la consulta del estatus ha de verificarse dentro de un marco axiológico y metapolítico, en vías de una democracia espiritual. Es decir, regido por los valores y más allá de la política.
La comunidad política debe ser la unidad orgánica y organizadora de un verdadero pueblo; en referencia a él encuentra su auténtica dimensión. Sería un grave error confundir al pueblo con un reguero de gente —multitud amorfa, masa inerte—, víctima de la manipulación y la instrumentalización. Es más bien un conjunto de personas autónomas, capaces de formar su propia opinión sobre asuntos públicos y la libertad de manifestar su sensibilidad política y hacerla valer de manera conveniente al bien común. Un pueblo se caracteriza, en primer lugar, por compartir la vida y los valores, fuente de comunión espiritual y moral. La primacía del orden espiritual apunta hacia unos valores que informan y guían las manifestaciones de la cultura, la economía, la convivencia social, del progreso, del orden político, del ordenamiento jurídico… Entre dichos valores, menciono los siguientes: comunicación de conocimientos, a la luz de la verdad; defensa de los derechos y cumplimiento de los deberes; deseo de los bienes del espíritu; disfrute en común del justo placer de la belleza; compartir con los demás lo mejor de sí mismos; aprovechar los bienes espirituales del prójimo.
El orden político
Concentrando la atención en el orden político, afirmo que a cada pueblo corresponde normalmente una nación. Aun donde los confines nacionales no coinciden con los étnicos, el Magisterio afirma que las minorías constituyen grupos con específicos derechos y deberes. Entre los derechos, se encuentra el de mantener su cultura, incluidas la lengua y las convicciones religiosas. Juan Pablo II remarcó el derecho de las naciones a la autodeterminación política. “Todo el edificio del derecho internacional se basa sobre el principio de igual respeto, por parte de los estados del derecho de autodeterminación de cada pueblo y de su libre cooperación en vista del bien común superior de la humanidad.”[20] “En la legítima reivindicación de sus derechos, las minorías pueden verse empujadas a buscar una mayor autonomía o incluso la independencia: en estas delicadas circunstancias, el diálogo y la negociación son el camino para alcanzar la paz” (Compendio, 387). El grupo minoritario debe respetar las decisiones de cada individuo, incluso cuando uno de ellos determinara pasar a la cultura mayoritaria.
En el equilibrio entre lo individual y lo universal, la Iglesia reconoce la relevancia de la soberanía nacional, concebida ante todo como la libertad que debe regular las relaciones entre los Estados. “La soberanía representa la subjetividad de una Nación en su perfil político, económico, social y cultural. La dimensión cultural adquiere un valor decisivo como punto de apoyo para resistir los actos de agresión o las formas de dominio que condicionan la libertad de un país: la cultura constituye la garantía para conservar la identidad de un pueblo, expresa y promueve su soberanía espiritual” (Compendio, 435). Por otro lado, las naciones pueden renunciar libremente al ejercicio de algunos de sus derechos en aras de un fin común, con la conciencia de formar una “familia”, en un ambiente de solidaridad, confianza y respeto.
Siendo la persona humana fundamento y fin de la comunidad política, es menester reconocer y respetar su dignidad mediante la tutela y promoción de los derechos fundamentales e inalienables del hombre. Estos derechos constituyen una norma objetiva que es la base del derecho positivo, y están por encima de constituciones, leyes y reglamentos. La comunidad política está llamada a crear un ambiente humano en el que se ofrezca a los ciudadanos la posibilidad del ejercicio real de los derechos humanos y del cumplimiento de los respectivos deberes. Semejante posibilidad también se refiere, desde luego, a los clérigos y religiosos, aunque algunas personas e instituciones pretendan negarles sus libertades civiles. Recordemos que la comunidad política está al servicio de la sociedad civil y, en último análisis, de los individuos y grupos que la componen.
Amistad civil y fraternidad
El elenco de los derechos y deberes de la persona es insuficiente para asegurar la sana convivencia. Ésta adquiere todo su significado cuando se funda en la amistad civil y la fraternidad. Los principios de fraternidad, libertad e igualdad son inseparables. Las ideologías individualistas y colectivistas han desterrado, en gran medida, la práctica del principio de fraternidad. El precepto evangélico de la caridad ilumina a los cristianos sobre el significado más profundo de la convivencia política. La civilización del amor y el valor de la comunidad deben reinar en un escalafón superior al progreso técnico y a las ventajas económicas.
La autoridad política no ha de suplantar la libre actividad de las personas y de los grupos, sino orientarlos hacia la realización del bien común, respetando y tutelando la independencia de los sujetos individuales y sociales. El ejercicio de dicha autoridad se enmarcará dentro de los límites del orden moral para el bien de todos, según el orden jurídico legítimamente establecido o por establecer. “El sujeto de la autoridad política es el pueblo, considerado en su totalidad como titular de la soberanía (…) El solo consenso popular, sin embargo, no es suficiente para considerar justas las modalidades del ejercicio de la autoridad política” (Compendio, 395).
Anclada en el orden moral objetivo, dicha autoridad no puede ser entendida como una fuerza determinada por criterios de carácter puramente sociológico e histórico. Si los sujetos ignoran o niegan una única ley de justicia con valor universal, se les hace imposible alcanzar acuerdos plenos y seguros. La legitimidad moral de la autoridad no procede del arbitrio o de la voluntad de poder, sino del orden establecido por Dios. Debe, por consiguiente, reconocer, respetar y promover los valores humanos y morales esenciales, que derivan de la verdad misma del ser humano. Ningún individuo, ninguna mayoría y ningún Estado pueden crear, modificar o destruir estos valores: no se fundan en “mayorías” de opinión, provisionales y mudables. “En tanto la ley humana es tal en cuanto es conforme a la recta razón y por tanto deriva de la ley eterna. Cuando por el contrario una ley está en contraste con la razón, se le denomina ley inicua; es un acto de violencia.”[21] Si la autoridad pública no actúa en orden al bien común, desatiende su fin propio y por ello mismo se hace ilegítima; si viola los principios del derecho natural, es legítimo ejercer el derecho de resistencia.
Democracia auténtica
A pesar de las dificultades inherentes a la democracia, la Iglesia aprecia dicho sistema, en la medida en que asegura la participación de los ciudadanos en las opciones políticas. La democracia auténtica requiere un Estado de derecho, una recta concepción de la persona humana y la formación en los verdaderos ideales. No es sólo “el resultado de un respeto formal de las reglas, sino que es el fruto de la aceptación convencida de los valores que inspiran los procedimientos democráticos: la dignidad de toda persona humana, el respeto a los derechos del hombre, la asunción del bien común, como fin y criterio de la vida política” (Compendio, 407; cf. Centesimus annus, 46). Si las democracias actuales no superan el riesgo del agnosticismo y del relativismo ético, entonces las ideas y las convicciones pueden ser instrumentalizadas para fines del poder.
Todos los sistemas de gobierno son responsables ante el pueblo y ante la moral; y los partidos políticos deben favorecer una amplia participación y ofrecer a los ciudadanos la posibilidad efectiva de concurrir a la formación de las opciones políticas. En la perspectiva de la educación y la formación, la participación democrática necesita instrumentos idóneos de información y comunicación. De este modo, los ciudadanos conocerían los problemas de la comunidad, la jurisprudencia, los datos de hecho y las varias propuestas de solución. Es menester que la información fluya libremente y desde diversos puntos de vista; que se funde en la verdad, la libertad, la justicia y la solidaridad.
Derecho internacional
Respecto a la comunidad internacional, la vocación universal del cristianismo defiende la unidad de la familia humana. “Esta unidad no se construye con la fuerza de las armas, del terror o de la prepotencia” (Compendio, 432). Procede, más bien, del modelo de la unidad o comunión divina; y es una conquista de la fuerza moral y cultural de la libertad. Según el mensaje cristiano, “los pueblos tienden a unirse no sólo en razón de formas de organización, de vicisitudes políticas, de proyectos económicos o en nombre de un internacionalismo abstracto e ideológico, sino porque libremente se orientan hacia la cooperación, conscientes de pertenecer como miembros vivos a la gran comunidad mundial” (Compendio, 432; Pacem in terris, AAS 55, 1963, 296). La unidad social consta de individuos que poseen con igual derecho una misma dignidad natural. Los acuerdos entre pueblos o naciones deberían partir de esta igualdad esencial, más allá de sus diferencias materiales. El ideal de comunidad universal puede estancarse debido a varios factores, como el imperialismo político o económico, el chovinismo, el materialismo y el racismo. Asimismo, la convivencia internacional se consolida si se construye sobre los valores de la verdad, la justicia, la solidaridad y la libertad. La enseñanza de la Iglesia exhorta a que las relaciones que se establezcan “entre los pueblos y las comunidades políticas encuentren su justa regulación en la razón, la equidad, el derecho, la negociación, al tiempo que excluye el recurso a la violencia y a la guerra, a formas de discriminación, de intimidación y de engaño” (Compendio, 433).
El derecho se presenta como garantía del orden internacional, en una convivencia en la que el bien común de una nación es inseparable del bien de toda la familia humana. Se presume que la comunidad internacional no relativice o elimine las diferencias y características peculiares de cada pueblo, sino que valore las diferentes identidades y favorezca sus expresiones. Las relaciones entre los pueblos han de fundarse sobre la armonía entre el orden jurídico y el orden moral. Es decir, la convivencia pacífica exige que la misma ley moral que rige la vida de los individuos deba regular también las relaciones entre los Estados. La Iglesia ha sido protagonista en la gradual elaboraron de derecho de gentes —ius gentium—, que puede considerarse como el antepasado del derecho internacional. Recordemos aquí la egregia figura de Fray Francisco de Vitoria, quien contribuyó a configurar la dignidad y la personalidad jurídica de los nuevos pueblos de América. “La reflexión jurídica y teológica, vinculada al derecho natural, ha formulado ‘principios universales que son anteriores y superiores al derecho interno de los Estados’, como son la unidad del género humano, la igual dignidad de todos los pueblos, el rechazo de la guerra para superar las controversias, la obligación de cooperar al bien común, la exigencia de mantener los acuerdos suscritos…” (Compendio, 437).
En múltiples ocasiones las naciones han apelado al derecho de la fuerza para imponer sus intereses particulares. Es hora de promover otro estilo de convivencia, apelando a la fuerza del derecho, un derecho justo y solidario. El primado del derecho supone la consolidación del principio de la confianza recíproca. Urge, pues, renovar los instrumentos normativos para la solución pacífica de las controversias. Como bien decía Juan Pablo II, el derecho internacional debe evitar que prevalezca la ley del más fuerte. Los organismos internacionales deben garantizar la igualdad, que es el fundamento del derecho de todos a la participación en el proceso del pleno desarrollo, respetando las legítimas diversidades.
Globalización de la solidaridad
En la época actual se dan las condiciones para globalizar la solidaridad y la cooperación. Las naciones podrán atender a su propia utilidad mirando simultáneamente el provecho de los otros. Por lo tanto, es preciso que los Estados progresen en el mutuo entendimiento y en la ayuda recíproca. El subdesarrollo proviene de decisiones equivocadas, de los mecanismos económicos, financieros y sociales y de las estructuras de pecado. “En la visión del Magisterio, el derecho al desarrollo se funda en los siguientes principios: unidad de origen y destino común de la familia humana; igualdad entre todas las personas y entre todas las comunidades, basada en la dignidad humana; destino universal de los bienes de la tierra; integridad de la noción de desarrollo; centralidad de la persona humana; solidaridad” (Compendio, 446). Es importante incentivar el acceso equitativo al mercado internacional, de manera que los países logren introducirse en la interrelación general de las actividades económicas, a la vez que superan la marginación política y cultural. La Iglesia auspicia un humanismo pleno, por encima de la estrecha lógica del mercado, a fin de que las personas y los pueblos puedan “ser más”. El Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia toca otros temas que atañen, directa o indirectamente, a la condición política de Puerto Rico, a saber: familia, trabajo, economía, medio ambiente, paz, acción eclesial, compromiso de los laicos, civilización del amor.
Considero que el Proyecto del Senado de los Estados Unidos, “Puerto Rico Self-Determination Act of 2006”, serviría como punto de partida para encaminar la autodeterminación de la comunidad política puertorriqueña. Debería analizarse atentamente, traducirse en acciones concretas y aplicarse según los principios jurídicos locales e internacionales, éticos y democráticos.
Notas
1. Cardenal Jorge Bergoglio, Prólogo de Una apuesta por América Latina, de Guzmán Carriquiry, Buenos Aires, Ed. Sudamericana, 2005, p. 11
2. Carta Encíclica Deus caritas est, n. 29; cf. n. 28
3. Nota doctrinal sobre algunas cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la vida política, n. 2; cf. Christifideles laici, n. 42
4. De acuerdo con la Conferencia Episcopal Puertorriqueña, a veces el pueblo tiene ante sí ideales y condiciones “que exigen un discernimiento maduro más allá de las convicciones partidistas” (Declaración sobre el plebiscito, 5.XII.1989)]
5. Executive Order 13517, President’s Task Force on Puerto Rico’s Status, October 30, 2009
6. Cf. Report of the President’s Task Force on Puerto Rico’s Status, March, 2011, pp. 21, 25, 30
7. Carta de presentación, Report of the President’s Task Force on Puerto Rico’s Status, March 11, 2011.
8. Juan Pablo II, Centesimus annus, n. 24
9. Cf. Archbishop Roberto O. González Nieves, O.F.M., Memorandum for Mr. Thomas Perrelli, Associate Attorney General, U.S. Department of Justice, Washington, DC, November 10, 2010.
10. Papa Francisco, Conferencia “Invertir en los pobres”, Pontificio Consejo Iustitia et Pax, 16 de junio del 2014
11. Papa Francisco, Discurso a la Fundación Centesimus Annus Pro Pontifice, 25 de mayo del 2013
12. Benedicto XVI, Carta Encíclica Caritas in veritate, n. 21
13. En carta dirigida al Gobernador de Puerto Rico, el 12 de febrero de 2008, el precandidato presidencial Barack Obama expresó lo siguiente: "Puerto Rico has a proud history, an extraordinary culture, its own traditions, customs and language, and a distinct identity. (…) I strongly believe in equality before the law for all American citizens. This principle extends fully to Puerto Ricans.” Estas declaraciones armonizan con el espíritu de una ley fundamental que emana del pueblo y pretende “establish Justice… and secure the Blessings of Liberty”, según el preámbulo de la Constitución de los Estados Unidos de América. Es decir, la propia filosofía jurídica llama a la metrópolis a aplicar los valores de la justicia, libertad e igualdad a un pueblo que atesora su peculiar identidad y dignidad.
14. Conferencia Episcopal Puertorriqueña, Declaración sobre el plebiscito, 5.XII.1989.
15. Conferencia Episcopal Puertorriqueña, Declaración sobre el plebiscito, 5.XII.1989
16. Cf. Resolución 11 del 4 de enero de 1995, “articulated by the Congress in its ratification of the Chapter of the United Nations, that respect the territories whose people have not yet attained a full measure of self-government, the interest of the inhabitants of such territories are paramount”. Se promueve el derecho del pueblo a la autodeterminación política. Véanse la resolución de la Organización de las Naciones Unidas 2200 A (XXI), del 16 de diciembre de 1966, la Declaración Universal de los Derechos Humanos, adoptada y proclamada por la ONU en la Resolución 217 A (III), del 10 de diciembre de 1948; y Archbishop Roberto O. González Nieves, O.F.M., Memorandum for Mr. Thomas Perrelli, Associate Attorney General, U.S. Department of Justice, Washington, DC, November 10, 2010.
17. Mons. Oscar A. Campos, Agencia Fides, 16 de septiembre del 2014
18. Juan Pablo II, Octogesima adveniens, n. 45
19. Pontificio Consejo Iustitia et Pax, Juan Pablo II y la familia de las naciones, 2002
20. Juan Pablo II, Carta Apostólica en ocasión del Quincuagésimo aniversario del comienzo de la Segunda Guerra Mundial (27.VIII.1989), n. 8. Sobre el derecho a la autodeterminación de los pueblos y las naciones dijo, ante la Organización de las Naciones Unidas, que era el presupuesto de los otros derechos; y que nadie, pues puede pensar
legítimamente que una nación no sea digna de existir. En el caso particular de Puerto Rico, el 21 de junio de 2016 el Comité de Descolonización de la Organización de las Naciones Unidas aprobó la resolución que respalda su derecho a la libre determinación. En esta ocasión el Comité alude a la crisis fiscal del país y la imposición de la junta federal de control fiscal aprobada por el Congreso de los Estados Unidos y firmada por el Presidente Barack Obama. A partir de 1972 se han aprobado treinta y cinco resoluciones en las que se reconoce el derecho inalienable de Puerto Rico a la libre determinación e independencia de conformidad con la Resolución 1514 (XV) de la Asamblea General (14 de diciembre de 1960). El documento insiste en el carácter latinoamericano y caribeño del pueblo puertorriqueño, que tiene su propia e inequívoca identidad nacional.
21. Santo Tomás de Aquino, Summa theologiae, I-II, q. 93, a. 3, ad 2um
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Comentarios
Antonio De Jesus Nunez Quiero agradecer tu aporte a la discusión. Sé que no es fácil tratar el tema. Poco a poco llegaremos. Gracias, mil gracias.
Otrebla Hernandez Bueno, todo se resume en valores...de la persona, de la comunidad, de la nación....
Abraham Rivera Que bueno que has podido resumir extensamente el derecho a la igualdad. .Nadie es mejor que nadie y todos tenemos los mismos derechos. Que dificil es aceptarlo y validarlo..
Anibal Colon Rosado ... y el derecho a la libertad.
Otrebla Hernandez La libertad...la equidad...la justicia...el bien común...derechos humanos y civiles...valores que se pierden en el pantano de la politiquería barata de muchos. Gracias por ese artículo que es ventana abierta al fresco y la luz.
Carlos Ramirez Gonzalez
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Carlos Flores Debió haber dicho pobreza en tu prójimo.Que empiece a dar ejemplo y venda las riquezas de la Iglesia para darlas al necesitado.Así se hace patria y se da testimonio de Cristo. Lo demás es retórica barata y charlatana.Continúan con la misma cantaleta ay Dios mío.
Carlos Ramirez Gonzalez
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