jueves, 28 de julio de 2016

SER INDEPENDENTISTA

EL NUEVO DÍA

por El Nuevo Día
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Ser independentista

Alguna gente se pregunta por qué nuestro pueblo no es mayoritariamente independentista. Las respuestas son lo más variopintas. Se dice que porque no tenemos confianza en la capacidad de gobernarnos a nosotros mismos, como consecuencia de más de cinco siglos de coloniaje. Esa enfermedad colectiva que es el coloniaje, esa subcultura que nos enseña que el colonizador es superior a nosotros y sin su presencia orientadora nos falta el aire. 
Se enseña como corolario a la presencia indispensable del colonizador en nuestras vidas, que no tenemos recursos naturales, que nuestra tierra es muy pequeña para albergar productivamente a un pueblo que se gobierne a sí mismo. 
Existimos en función del otro y vivimos enajenados del propio ser, que sólo es porque el otro lo permite. Esa enajenación esquizofrénica hace que seamos admiradores de los que se atreven a ser independentistas pero a la vez, somos sus más feroces críticos. Igual que creemos que la metrópolis colonial alberga gente superior y nos alegramos de saber que no es así, nos sentimos realizados cuando logramos destruir o debilitar el prestigio de un independentista.
Somos más duros con ellos evaluando su conducta, porque resentimos íntimamente no atrevernos a dar el paso de ser independentistas y asumir las consecuencias de preparar un plan viable para mandar en nuestra propia tierra, como lo hacen ciento noventa y dos países del mundo que ya están adscritos a la Organización de las Naciones Unidas (ONU). 
Los admiramos en secreto pero los depredamos cuando cometen el mínimo error que son capaces de cometer, simplemente porque son tan humanos y finitos como nosotros. 
Los niños crecen preparándose para ser independientes de sus padres. Se entrenan para adquirir un oficio o profesión que les permita ganarse el sustento por sí mismos, sin seguir dependiendo del hogar en que fueron engendrados o criados, según sea el caso. 
Lo natural es que crezcamos aprendiendo a valernos por nosotros mismos para que el ciclo se repita y otros vivan de nuestro esfuerzo y aportaciones para preservar la especie y la cultura que nos distingue. 
Lo que es inherente al ser humano, debería ser natural para los pueblos pero no lo es, sobre todo si los pueblos tienen la desgracia de formarse en un régimen colonial.
Si los independentistas no logran ser exitosos en sus carreras profesionales, negocios u oficios, los depredadores que mencioné, dirán que cómo van a aspirar a dirigir un pueblo independiente si no son capaces de dirigirse ellos mismos. Si son exitosos, al contrario, dirán: tanto que hablan y mira cómo viven en un nivel superior a las masas, haciendo dólares americanos. 
Por cierto, no conozco que aquí haya doble moneda ni doble ciudadanía para optar por algo distinto al dólar o la ciudadanía estadounidense. 
Los colonialistas no son criticados por hacer riqueza, tienen patente de corso para ser burgueses, controlar la producción y acumular bienes. Los independentistas tienen que ser pobres, franciscanos ascéticos, que se sacrifiquen en el altar de la patria para que los demás vivan bien, aunque a la hora de apoyarlos en sus reclamos de libertad o su enfrentamiento al imperio, los dejen solos. 
Claro, no sin antes expresar lo mucho que los admiran por ser patriotas constantes. Eso es parte del coloniaje que enseña a atacar a los que los defienden y defender a los que los atacan, en una trágica inversión de valores. Por ello es fundamental educar para la descolonización intima y aprender a ejercer la libertad individual para que llegue la colectiva, apoyando a los que han pagado el precio para enseñarnos a nosotros como pueblo, a valorar el don de mandar en nuestra propia tierra.

lunes, 11 de julio de 2016

CON EL OJO EN LA BOLA

PUNTO FIJO

por Wilda Rodríguez
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Con el ojo puesto en la bola

Hemos dicho unos y otros que Estados Unidos nos está abriendo la puerta hacia la independencia con su maltrato. Que nos está empujando para que optemos por separarnos.
Aún convencida de que la única alternativa a la colonia es la independencia, tengo dudas todavía de que ese sea el deseo expreso de la metrópolis. La historia da dos lecciones sobre este tema: (1) los imperios no ceden a menos que se les obligue y (2) la independencia no se regala, se lucha.
Seguro y envanecido de su poder, puede que Estados Unidos esté gestando un cambio de capataces, no de status. Un escarmiento, un nuevo período de generosidad artificial y una nueva clase política que mantenga lo que el imperio decidió hacer de Puerto Rico desde un principio: una colonia permanente. 
Puede que la metrópolis esté demasiado confiada en haber hecho bien su trabajo de sumisión colonial y no anticipe levantamiento alguno. Gratitud, por el contrario, de aquellos que piensan que el americano viene a castigar a la clase política corrupta que se le fue de las manos.
Esto lo discutió el economista Luis Rey Quiñones la semana pasada en mi programa radial y quedé impactada ante la posibilidad.
Entonces intervino Graciela Rodríguez Martinó con su sagacidad: “Pues tenemos cinco años para forjar un plan. Esta vez tenemos un plazo definido. En cinco años tenemos que estar listos para la independencia o…”.
Y es que cinco años es el mínimo del gobierno de la junta de control fiscal cuya salida no se vislumbra hasta el pago de la deuda y cuatro presupuestos balanceados.
La preocupación la provocó Quiñones con el recuento histórico de un status colonial que procuraron desde el principio hacer permanente, en lo que coinciden juristas de alta talla tanto de aquí como de la misma Universidad de Harvard donde se fraguó la teoría de los Casos Insulares - la serie de decisiones tomadas por el Tribunal Supremo de Estados Unidos entre 1901 y 1922 que conforman el poder de la metrópolis sobre los territorios.
Esa jurisprudencia sostiene la condición de colonia permanente para Puerto Rico: una unión indefinida a la metrópolis como territorio no incorporado y el vínculo de una ciudadanía - aunque disminuída – del imperio más poderoso como disuasivo a la sedición.
Debemos entonces discutir la posibilidad de que la junta de control fiscal venga a castigarnos para certificar su poderío y evidenciar que no podemos vivir sin el amo. Mantener la colonia para lo que fue y sigue siendo, un enclave económico rentable que le produce sobre $30,000 millones en ganancia anual.
Esa sería la finalidad subliminal. La evidente es que paguemos la deuda.
Para hacerlo nos queda muy poco. Quiñones revela que para 1999 Puerto Rico poseía en activos y propiedades unos 42 mil millones de dólares. Esos activos se han reducido a poco más de 13 mil millones. Qué nos quedará después que la junta venda, privatice, despida y despoje lo que le apetezca para satisfacer la deuda con los bonistas es lo que no sabemos.
Una deuda que ahora sabemos que no es real sino la suma de los intereses que se han acumulado. $33,500 millones por una deuda de $4,300 millones. En el caso de COFINA, $20,600 millones por una deuda de $3,300 millones.
Deuda incurrida por administradores corruptos que no pagarán con un solo día de su vida ni un solo peso de su bolsillo el daño que le han hecho al país.
Una clase política que podría ser sustituída por una fiscalmente responsable, pero igual de colonial. Y volveríamos al círculo vicioso porque la colonia no fue instaurada para sostenerse y crecer por su cuenta. 
Ojo. No le quitemos el ojo a la bola.

martes, 5 de julio de 2016

THE THEOLOGY OF DONALD TRUMP


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CreditChristian Northeast 
SINCE Donald Trump assures us that the Bible is his favorite book, it’s worth asking: Just what is his theology?
After Mr. Trump met with hundreds of evangelical Christians a couple of weeks ago, James Dobson, who is among the most influential leaders in the evangelical world and serves on Mr. Trump’s evangelical executive advisory board, declared that “Trump appears to be tender to things of the Spirit,” by which Dr. Dobson meant the Holy Spirit.
Of all the descriptions of Mr. Trump we’ve heard this election season, this may be the most farcical. As described by St. Paul, the “fruit of the Spirit” includes forbearance, kindness, goodness, faithfulness, gentleness and self-control, hardly qualities one associates with Mr. Trump. It shows you the lengths Mr. Trump’s supporters will go to in order to rationalize their enthusiastic support of him.
Dr. Dobson is not alone. Jerry Falwell Jr., the president of Liberty University, has praised Mr. Trump’s life as in many ways exemplary and said that he believes that “Donald Trump is God’s man to lead our nation.” Eric Metaxas, who has written popular biographies of William Wilberforce and Dietrich Bonhoeffer, has rhapsodized about Mr. Trump and argued that Christians “must” vote for him because he is “the last best hope of keeping America from sliding into oblivion.”
And should your conscience tell you that Mr. Trump might not be the right choice, Robert Jeffress, the influential pastor of First Baptist Church in Dallas, explains that “any Christian who would sit at home and not vote for the Republican nominee” is “motivated by pride rather than principle.”
This fulsome embrace of Mr. Trump is rather problematic, since he embodies a worldview that is incompatible with Christianity. If you trace that worldview to its source, Christ would not be anywhere in the vicinity.
Time and again Mr. Trump has shown contempt for those he perceives as weak and vulnerable — “losers,” in his vernacular. They include P.O.W.s, people with disabilities, those he deems physically unattractive and those he considers politically powerless. He bullies and threatens people he believes are obstacles to his ambitions. He disdains compassion and empathy, to the point where his instinctive response to the largest mass shooting in American history was to congratulate himself: “Appreciate the congrats for being right.”
What Mr. Trump admires is strength. For him, a person’s intrinsic worth is tied to worldly success and above all to power. He never seems free of his obsession with it. In his comments to that gathering of evangelicals, Mr. Trump said this: “And I say to you folks, because you have such power, such influence. Unfortunately the government has weeded it away from you pretty strongly. But you’re going to get it back. Remember this: If you ever add up, the men and women here are the most important, powerful lobbyists. You’re more powerful. Because you have men and women, you probably have something like 75, 80 percent of the country believing. But you don’t use your power. You don’t use your power.”
In eight sentences Mr. Trump mentioned some variation of power six times, to a group of individuals who have professed their love and loyalty to Jesus, who in his most famous sermon declared, “Blessed are the poor in spirit” and “Blessed are the meek,” who said, “My strength is made perfect in weakness,” and who was humiliated and crucified by the powerful.
To better understand Mr. Trump’s approach to life, ethics and politics, we should not look to Christ but to Friedrich Nietzsche, who was repulsed by Christianity and Christ. “What is good?” Nietzsche asks in “The Anti-Christ”: “Whatever augments the feeling of power, the will to power, power itself in man. What is evil? Whatever springs from weakness. What is happiness? The feeling that power increases – that resistance is overcome.”
Whether or not he has read a word of Nietzsche (I’m guessing not), Mr. Trump embodies a Nietzschean morality rather than a Christian one. It is characterized by indifference to objective truth (there are no facts, only interpretations), the repudiation of Christian concern for the poor and the weak, and disdain for the powerless. It celebrates the “Übermensch,” or Superman, who rejects Christian morality in favor of his own. For Nietzsche, strength was intrinsically good and weakness was intrinsically bad. So, too, for Donald Trump.
Those who believe this is merely reductionism should consider the words of Jesus: Do you have eyes but fail to see and ears but fail to hear? Mr. Trump’s entire approach to politics rests on dehumanization. If you disagree with him or oppose him, you are not merely wrong. You are worthless, stripped of dignity, the object of derision. This attitude is central to who Mr. Trump is and explains why it pervades and guides his campaign. If he is elected president, that might-makes-right perspective would infect his entire administration.

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All of this is important because of what it says about Mr. Trump as a prospective president. But it is also revealing for what it says about Christians who now testify on his behalf (there are plenty who don’t). The calling of Christians is to be “salt and light” to the world, to model a philosophy that defends human dignity, and to welcome the stranger in our midst. It is to stand for justice, dispense grace and be agents of reconciliation in a broken world. And it is to take seriously the words of the prophet Micah, “And what does the Lord require of you but to do justly, and to love kindness and mercy, and to humble yourself and walk humbly with your God?”
Evangelical Christians who are enthusiastically supporting Donald Trump are signaling, even if unintentionally, that this calling has no place in politics and that Christians bring nothing distinctive to it — that their past moral proclamations were all for show and that power is the name of the game.
The French philosopher and theologian Jacques Ellul wrote: “Politics is the church’s worst problem. It is her constant temptation, the occasion of her greatest disasters, the trap continually set for her by the prince of this world.” In rallying round Mr. Trump, evangelicals have walked into the trap. The rest of the world sees it. Why don’t they?