domingo, 1 de febrero de 2015

EL EMBUSTE POLITICO DE WILDA RODRIGUEZ EN 80 GRADOS

El embuste político


Si nos diera con contar las mentiras políticas de nuestros gobernantes para determinar cuál nos ha sido más embustero entraríamos en una crisis peor a la económica.
Por eso decimos que los pueblos tienen la memoria corta. Pasan la página hasta la próxima mentira seguros de que llega  pero haciéndose los cándidos, luego sorprendidos, luego indignados, luego resignados, luego desmemoriados, luego cándidos de nuevo. Ese es y ha sido el mecanismo de todos los pueblos enterados de que la mentira es condición sine qua non de la política. Maquinaria de olvido que la filósofa uruguaya Ana María Martínez de la Escalera define como  “catacresis”,  una figura retórica cuyo punto central es “justamente el olvido”.
El tema de la mentira como imprescindible a la política se remonta a Platón. Se da por sentado la relación simbiótica mentira-política y rara vez es tema de debate cotidiano. Solo algunos politólogos lo hacen. Aún así, lo que se debate con más frecuencia es si la mentira política debe tener un límite o si hay una diferencia distintiva entre engaño y mentira en la política.
¿Fue la Constitución del ELA la gran mentira de Luis Muñoz Marín o su verbo pseudosocialista acunado en el pensamiento de una gran mujer? ¿La superó Rafael Hernández Colón con su pronunciamiento de Aguas Buenas y su catolicismo fundamentalista travestido de liberal? ¿La superó Pedro Rosselló con su filantropía médica extraviada? ¿Aníbal, con su absolución criminal pero no política? ¿Sila, con su empatía hacia la pobreza desde la liviandad coqueta del privilegio? ¿Fortuño o García Padilla con mitomanías funcionales que en ambos parecen cosa de sus genomas?
De quién lleve la puntuación depende el gobernante que se lleve el premio mayor.
No nos asomamos a esa competencia inútil a riesgo de un debate en retórica que supere el del estatus – que, por cierto, es para mi el barril sin fondo de las más grandes mentiras de todos nuestros gobernantes.
Tratar de llevar un récord no va a conducir a nada. Pero sí vale la pena quedar claros. Si la mentira y la política van de la mano, ¿hasta donde soportamos la pareja? ¿Nos corresponde trazar la línea del exceso y el engaño? ¿Podemos, o terminaremos siempre en lo que la filósofa uruguaya define como catacresis?
En sentido estricto la catacresis es una pura maquinaria de olvido que entra en acción «haciendo olvidar», borrando la génesis pragmática del sentido original de una expresión y volviéndola, en efecto, un cliché; integrándola y conformándola a la tradición de lo «ya dicho» y «lo que se dice». Actúa para producir el refrán, la frase hecha, la sabiduría popular, los «consejos de viejas amas», el sentido común y en especial las mentiras políticas.”
Los invito a leer el ensayo de esta mujer sobre este tema que estuve tentada de plagiar. Lleva de título “Mentir en la vida política”.
Claro, que Martínez de la Escalera no es la primera ni será la última que se remonta a Platón y su mentira útil.
Mentira útil, medicina o veneno útil, pero también mentira bella, puesto que sólo la más amable de las ideas, la belleza (Fedro) tiene garantizado un acceso inmediato al ánimo de los hombres y de ellos al bien absoluto. La belleza fue para Platón un acompañante de la persuasión. Que este bien absoluto pueda ser conseguido a base de una ingeniería de mentiras es algo que ni el pensador griego ni los de otros tiempos y latitudes han podido presentar sin caer en una evidente paradoja, puesto que la mentira se ha considerado casi siempre un mal, incluso cuando se trata de un mal necesario. Podríamos decir, por ende, que Platón inaugura expresamente una manera de pensar las dificultades de lo político que ha corrido con suerte en Occidente y, aunque la historia de tal éxito no nos ocupa en este momento, sí lo hace su efecto: la generalización de la opinión de que el ejercicio y el mantenimiento del poder requiere la mentira, y que ésta no es sino una forma de artificio necesario del poder.
Con ese bocadillo los provoco… llamándoles la atención por supuesto a la alusión a la medicina amarga. Fortuño. No era la verdad su medicina amarga, era precisamente su mentira.
Siempre he considerado a Platón como el primer Maquiavelo. Es más, juraría que Maquiavelo es una encarnación menos olímpica de Platón. Por eso encontré también particularmente apropiada la lectura de un politólogo chileno – Diego Sazo M. – Entre el ocultamiento y el engaño: el rol de la mentira política en la República de Platón
Leyendo más, me entero que Sazo M (M de Muñoz) es también un estudioso de Maquiavelo, cosa que me produjo, por supuesto, una inmensa satisfacción.
Realmente los convido a que lean a estos estudiosos latinoamericanos que saben mucho mas que yo del tema. No lo hago por hacerme la erudita. Ese no es mi rollo. Lo que pasa es que nunca escribo sin investigar y me los topé. Fui buscando un texto recomendado de Johnatan Swift (“El arte de la mentira política”) del Siglo 18, y me topé con estos dos que me son mas cercanos.
Para este artículo en 80 grados, todo empezó hace unos meses con la mención pasajera en los medios de comunicación del asesor político catalán Xavier Domínguez. El del libro “Miente pero no engañes”. ¿Recuerdan? El que dicen fue consultor y publicista político de Luis Fortuño y en Puerto Rico muchos optaron por burlarse de él o al menos odiarlo. A mi me azuzó la curiosidad y acabó cayéndome bien. Después de indagarlo no me sorprende que haya sido un éxito internacional y se haya paseado por las campañas del ex jefe del gobierno español José Luis Rodríguez Zapatero hasta la de Susana Villarán, la alcaldesa de Lima, Perú. O de Fortuño. El chico va donde pueden pagarlo. Es un Maquiavelo moderno y simpático al que le dicen Xavi.
En su página de Twiter, Xavi proclama: “Hago más de lo que saben y menos de lo que dicen”. Me lo imagino. No todos los asesores políticos tienen el tupé de admitir que recomiendan la mentira. Presumo que para hacerlo tendrá que recurrir a otros subterfugios para que el político no se sienta ofendido y lo bote como bolsa. Los políticos tienden a pensar bien de sí mismos. Eso de que venga un tipo y le diga con la boca de comer que la política y el embuste son compañeros de viaje puede ofender a uno que otro por cinco segundos antes de abrazar al tipo y proclamar “¡Por fin, alguien que me entiende!”
El tipo, Xavi, no promueve la mentira así por que sí. La reconoce como parte obligada de la política y promueve su uso para “provocar”. Parte de la premisa de que la gente sabe cuando le mienten, por qué le mienten y por qué permiten que le mientan. Hasta quiere que le mientan. Añadiría yo que la gente – la masa – es capaz de desconfiar de un político que no les haya dicho alguna mentirita. Es como aquello que dice el bebedor: “Desconfío de alguien que no bebe”.
Todos mentimos. No todos somos mitómanos o mentirosos patológicos, pero todos mentimos desde que nos levantamos hasta que nos acostamos. La mentira más común es la que muy prejuiciadamente llamamos “blanca”, esa en la que se deformala realidad para llamar la atención, contar una historia más interesante o para proteger un misterio personal. Esa que no hace, o se supone que no haga gran daño a nadie. Cuando mentir se convierte en una adicción o conducta permanente es que se corre el riesgo del engaño que hace daño. El aspecto patológico de ese comportamiento es entonces el que se estudia y se discute. Particularmente en el caso de personas que mienten y/o engañan a grupos o sociedades completas por uso y costumbre, como es el caso de los políticos.
En esos, los hay mentirosos por necesidad, los hay por el artificio platónico y los hay mentirosos patológicos.  Pero todos son unos embusteros.
Los mentirosos por necesidad son los que llegan a ponernos en duda si lo son, porque lo hacen ocasionalmente cuando necesitan el favor de una mayoría sobre un asunto particular. A eso se les nota a leguas porque se ponen hasta nerviosos.
Los platónicos son los expertos del discurso persuasivo. Los que tienen la labia del tecato y son capaces de venderle hielo a un esquimal. Los herederos naturales de la filosofía de Platón.
Los mentirosos patológicos lo hacen por costumbre aunque sea la necesidad política inmediata la que provoque la mentira de turno. Mienten con una facilidad extraordinaria y ni cuenta se dan de que la mentira de hoy desmiente la mentira de ayer. Entonces nos referimos a ellos como este personaje que “pierde credibilidad”. Generosos que somos. Son embusteros y lo sabemos. Los mejores ejemplos los tenemos en Fortuño y García Padilla. No lanzan mentiras. Se les caen de la boca y sonríen como niños felices en Lalalandia. A veces las dicen con coraje, ceño fruncido y todo. Entonces ven una cámara y se les pasa. Otra mentira para la colección.
Eso es normal para Domínguez. La mentira, dice, es de uso cotidiano y no precisamente negativa. Puede llegar a ser necesaria e imprescindible, con una utilidad en la política que ha sido reconocida por siglos y que se debe diferenciar del engaño.
Aquí es donde viene el meollo del asunto.
“El engaño claramente está basado en el daño a los valores, en el intento de aprovecharse de una situación, de aprovechar el poder, que eso sí es un engaño, y que finalmente el engaño sí perjudica al electorado, al ciudadano”.
No coincido del todo con Xavi. Tampoco con los que le adjudican al engaño premeditación, hostilidad, perversidad versus cierta espontaneidad y banalidad a la mentira. Embuste. La diferencia, creo yo, está en quien recibe.  La mentira encabrona, el engaño duele.
En los políticos las mentiras más frecuentes son la exageración, la promesa desmesurada y el estilo distraído o firme con que lo hacen. En los maridos también, diría una amiga mía.
Domínguez dice que los políticos viven en otro mundo: “el mundo recreado en la clase política, que no existe, que es un mundo en el que viven ellos en su propio lenguaje, que es de uso cotidiano y necesario”.
El hombre no será sutil, pero no miente. Las canta como las ve.
El asunto pues, es dónde se traza a línea entre la mentira que encabrona momentáneamente y el engaño que duele por más tiempo, por lo menos hasta las próximas elecciones. Ahí está la clave que no logro descifrar. Porque si un pueblo ha sido engañado es el nuestro, pero reacciona como si el engaño fuera mentiras sin mayores consecuencias.
Y las tiene y muy grandes. Particularmente cuando el engaño se teje con hilo de diferente color y lo vestimos como ropa nueva.
Un pueblo engañado no puede ser feliz. Filosofar sobre la mentira política podrá ser un ejercicio legítimo y aparentemente lo es cuando ha sobrevivido siglos con ese reconocimiento.
Pero el engaño mina el espíritu del engañado. Lo hace cada vez más inseguro y vulnerable. Lo lleva a creer que se merece el engaño.
No sé ni me importa cuantos pueblos se resignan a la mentira política. La resignación del mío me jode. Y mientras pueda, la voy a seguir combatiendo.
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