Cuatro dificultades del dogma cristiano
Muchos os acordaréis de aquel adolescente, casi un niño, que salía en la tele hablando con una impresionante información bien asimilada de historia o filosofía. También desde hace tiempo Carlos Blanco, con varias carreras y cotizado conferenciante, está interesado por ATRIO y nos ha ofrecido publicar este artículo para ser comentado aquí. Esperamos, si encaja el diálogo en Atrio, tenerle pronto como autor habitual. ¡Bienvenido Carlos! AD.
Considero que existen cuatro grandes fallas dogmáticas en las formulaciones más extendidas del cristianismo, tanto católicas como ortodoxas y protestantes:
1) El problema del mal: ni las más intrincadas disquisiciones teológicas, ni los escritos más brillantes de San Agustín y Leibniz, han logrado compatibilizar la omnipotencia de un Dios bueno, enamorado del hombre, con el mal que inunda del mundo, y que sólo hemos comenzado a erradicar gracias al ingente esfuerzo humano por amar y conocer.
2) La evolución de la vida: si el hombre ha surgido por procesos evolutivos que no apuntaban inexorablemente hacia él, ¿de qué manera puede afirmarse que Dios ha creado al hombre y le ha impreso la sagrada huella de una vocación inalterable? ¿Por qué debería el hombre ser el centro de la evolución? ¿Acaso se detiene en el hombre la gigantesca y monstruosa maquinaria de las transformaciones biológicas? Si existieran otras formas de vida inteligencia en regiones inadvertidas del universo, ¿habrían sido también agraciadas con la luz de la Redención? ¿Habrían gozado de su propio Jesucristo, de su propio Dios encarnado?
3) La existencia de otras religiones: el cristianismo, ¿puede seriamente proclamarse la única religión verdadera? ¿Por qué no se reveló el Dios encarnado a los mayas, o a los incas, o a los sumerios, a los pueblos de Asia oriental? Si se replica que no lo hizo porque aún no se hallaban lo suficientemente preparados como para recibir adecuadamente su mensaje, deberemos entonces preguntarnos si, más que a una revelación, no asistimos a un desarrollo gradual de la conciencia humana, que progresivamente adquiere mayores cotas de sofisticación y profundad en la comprensión de las verdades lógicas, científicas y éticas. Además, ¿por qué florecen incontables religiones, muchas condenadas a morir y a ser suplantadas por otros credos? ¿Cuál es su valor? ¿Constituyen caminos salvíficos o se hallan ineluctablemente subordinadas a la verdad del mensaje cristiano y a Cristo como palabra única del Padre a la humanidad? ¿No resulta innegable que en otras religiones, como el budismo, reverberan verdades tanto o más vigorosas, hondas y aleccionadoras como las que sostienen los pilares más firmes del cristianismo? ¿Puede alguien sostener que toda verdad auténticamente importante para la salvación del hombre fue declamada en la Palestina del siglo I, sin que el mensaje de Buda, de Confucio, de Sócrates, de Spinoza o de Gandhi pueda añadir elementos que lo perfeccionen y amplíen? ¿No se han producido avances esenciales para la humanidad que, en muchos casos –como la abolición de la esclavitud y la liberación de la mujer-, se han efectuado con independencia de las religiones o incluso en contra de los baluartes más acérrimos del dogma?
4) El valor de la historia: si el acontecimiento-Cristo representa el eje de la historia y en torno a él gravitan los siglos pasados y las centurias venideras, ¿para qué continuar embarcados en la epopeya de la historia? ¿Por qué no se ha suspendido su curso, si la palabra más profunda y abarcadora nos fue revelada en tiempos de Poncio Pilato? El devenir histórico, ¿no incorpora nada verdaderamente novedoso? ¿No ha sondeado la humanidad escenarios que jamás habría presagiado? ¿No ha expandido admirablemente el alcance de su imaginación y el radio de su inteligencia? ¿No ha desentrañado verdades esenciales para la comprensión del universo y de la propia especie humana? ¿No ha realizado en la fragilidad del mundo histórico multitud de valores éticos, y no ha aprendido de las atroces experiencias de maldad y dolor que surcan el océano de los siglos?
Pero la dificultad más profunda que encara el cristianismo no es otra que la de su necesidad filosófica. Si desprendemos esta religión de oropeles históricos y de revestimientos mitológicos, ¿por qué ser cristiano y no únicamente humano? Tal y como atestiguan las investigaciones exegéticas más acreditadas, el mensaje de Cristo se limitó a proclamar la inminente venida del Reino de Dios. Pero en realidad no especificó en qué consistiría semejante reino (¿una realidad escatológica?; ¿un reino de naturaleza ética, gobernado por el ideal del amor entre Dios y los hombres?). De la centralidad del Reino, cuya importancia excede incluso la del Mesías, que ante todo anunció la cercanía de ese dominio divino y su efecto sobre el alma humana y el devenir del universo, se hizo eco el paleontólogo jesuita Teilhard de Chardin cuando vislumbró una convergencia escatológica de todas las religiones. En ese futuro profetizado acontecería una unificación mística de todos los credos, una confluencia universal de religiones, donde Cristo no se restringiría a evocar una figura mesiánica de una determinada tradición religiosa, sino que simbolizaría la unidad plena entre todos los hombres, entre todas las conciencias, entre materia y espíritu, armoniosamente fusionados en el Reino: “la plenitud escatológica del reino de Dios es la consumación final común del cristianismo y de las otras religiones” (J. Dupuis,Hacia una Teología Cristiana del Pluralismo Religioso, 572).
Es el amor, no la doctrina, el epicentro del anuncio de Jesús. La doctrina le corresponde a la investigación racional del mundo y de la vida humana. El auténtico cristianismo no reside en templos, libros y catecismos, sino en cada acto de bondad que enaltece al hombre, en cada lágrima ante el dolor ajeno, en cada palabra de misericordia proferida por nuestros labios, en cada anhelo de búsqueda de una verdad a la que tendemos asintóticamente, pero en cuya búsqueda hemos de afanarnos con pasión. Es la entraña de toda gran mística, de toda gran religión y de toda gran manifestación de altruismo y magnanimidad. Es la rúbrica de que el hombre debe superarse a sí mismo y trascenderse mediante la bondad, la inteligencia y la belleza.
El filósofo ha de rescatar el cristianismo de sí mismo, de sus enquistamientos dogmáticos y de su excesiva dependencia de simbolismos obsolescentes. En el cristianismo, el filósofo tiene que descubrir una esencia válida para todos los hombres, una llamada a crecer, a encontrar en el amor la senda hacia ese reino divino, que no es otra cosa que la vocación humana de crear, de alzarse como nuevos dioses que inunden el universo de amor, sabiduría y belleza.
Y seguimos andando,
Justiniano de Managua
Mucho me gustó la lectura y con este artículo por Carlos Blanco me hace la pregunta: ¿Otro “taller digital” por atrio?
Justiniano de Managua
Como el pensador cristiano y católico confeso que trato de ser, tengo algunas objeciones que hacerle. Me sorprende que califique de gigantescas y monstruosas las transformaciones de la maquinaria biológica evolutiva. Si bien es cierto que hay cierta teología que afirma que el hombre es el centro de la evolución y que se detiene en él, este presupuesto o proposición ni es central en la Teología ni tampoco necesario, simplemente hoy debería suprimirse sin merma alguna para la Teología.
Se puede decir que Dios ha creado el hombre, junto con todo lo demás, si tomamos la creación de modo continuo, sin planificación ni diseño con el significado del “hágase”, ejecutando una de las alternativas que el mundo y el ser humano le ofrecen de forma autónoma, según el dicho “el hombre propone y Dios dispone”.
Proponer otros Cristos o Redención en otros mundos de seres inteligentes o quizás compartiendo con nosotros lo humano, es mera especulación. Y la contestación es simple no lo sé y nadie puede saberlo. Pero pienso que lo que se da en un mundo depende necesariamente de su historia, no hay canguros en África ni elefantes en Australia. Por tanto lo más improbable es que en ese otro mundo se hubiese repetido tal cual nuestra historia. Y la pregunta sería ¿requerirían redención? ¿otro Cristo? ¿por qué?
¿Dios ha impreso en el hombre su sagrada huella de una vocación inexorable? Es que esto simplemente es falso. La realidad lo contradice ampliamente. Y además esa afirmación no es necesaria para hacer Teología.
Estas objeciones corresponden todas al punto 2. Del primero “el problema del mal” ya lo estoy comentando en la otra línea. Si el autor del texto entra en los comentarios pues seguiré encantado su discurso, si quiere dialogamos y si se tercia continuaré mis objeciones en los puntos que restan.