domingo, 12 de marzo de 2017

XENOFOBIA O XENOFILIA



Xenofobia o xenofilia: desafío a los cristianos


“¡Del arpa hebrea
haré vibrar la nota,
con que anunció a Judea
de un Dios de paz la redentora idea!
Enlazados los hombres como hermanos,
romperán las cadenas
que con inicuas manos
ataron a los siervos los tiranos”.
–Lola Rodríguez de Tió, El arpa hebrea (1882)
Un inmigrante arameo
La primera confesión de fe de la Biblia comienza con una historia de peregrinación y migración: “Mi padre fue un arameo errante y descendió a Egipto y residió allí…” (Deuteronomio 26:5). Podríamos preguntarnos: ¿Ese “arameo errante” y sus hijos tenían los “documentos legales” requeridos para residir en Egipto”? ¿Eran acaso “inmigrantes ilegales”? ¿Hablaban de forma fluida y correcta el idioma egipcio?
Al menos sabemos que él y sus hijos fueron extranjeros en el seno de un poderoso imperio y que fueron explotados y marginados. Ese es el destino de muchos inmigrantes. Dados sus escasos recursos, se les obliga a ejercer los trabajos domésticos menos prestigiosos y más extenuantes. Pero, al mismo tiempo, despiertan la típica paranoia esquizofrénica de los imperios, poderosos pero temerosos hacia el extranjero, hacia el “otro”, especialmente si ese “otro” vive dentro sus fronteras y llega a ser numeroso. Hace más de medio siglo, Franz Fanon describió de forma brillante la peculiar mirada de la población blanca francesa ante la creciente presencia de negros africanos y caribeños en su entorno nacional: desprecio y miedo se entrelazaban en esa visión.1
El relato bíblico continua: “Los egipcios nos maltrataron y nos afligieron y pusieron sobre nosotros dura servidumbre. Entonces clamamos al Señor, el Dios de nuestros padres, y el Señor oyó nuestra voz y vio nuestra aflicción, nuestro trabajo y nuestra opresión”. (Deuteronomio 26:6-7). Tan importante fue esta historia de migración, esclavitud y liberación para el pueblo de Israel que se convirtió en el centro de una celebración litúrgica anual de recuerdo y gratitud. La ya citada afirmación de fe se recitaba solemnemente cada año en una liturgia de acción de gracias.
Se recuperaba así la memoria herida de las aflicciones y de las humillaciones sufridas por un pueblo inmigrante, extranjero en medio de un imperio; el recuerdo de su duro y arduo trabajo, del rechazo y del desprecio tan frecuentes para los extraños y forasteros que poseen una pigmentación de la piel, una lengua, religión o cultura diferentes. Pero era también la memoria de los actos de liberación, en los que Dios escuchó el sufrido y doloroso clamor de los inmigrantes. Y el recuerdo de otro tipo de migración, en búsqueda de una tierra donde pudiesen vivir en libertad, paz y justicia.
Xenofilia: hacia una teología bíblica de la migración
Migración y xenofobia son dilemas sociales globales muy serios. Pero también expresan urgentes retos para la sensibilidad ética de las personas religiosas y de buena voluntad. El primer paso que debemos dar es percibir este asunto desde la perspectiva de los migrantes a fin de prestar una cordial atención (esto es, desde lo profundo de nuestro corazón) a sus historias de sufrimiento, esperanza, coraje, resistencia y, como frecuentemente sucede en el sudoeste estadounidense o en las profundidades del Mediterráneo, muerte. Muchos de los emigrantes ilegales terminan siendo unos nadies, en el apropiado título del libro de John Bowe, gente desechable, en la atinada frase de Kevin Bales, o como Zygmunt Bauman patéticamente nos recuerda, vidas desperdiciadas.2
Su terrible situación no puede comprenderse sin considerar el aumento significativo de las desigualdades globales en estos momentos de desregularización internacional de la hegemonía financiera. Para muchos seres humanos la terrible alternativa se encuentra entre la miseria en su tierra tercermundista y la marginalidad en el rico Oeste/Norte, ambos funestos destinos íntimamente ligados.3
La situación se ha agravado agudamente con el éxodo de decenas de miles de niños y niñas que al intentar escapar de la miseria y la violencia imperantes en El Salvador, Honduras, Guatemala y México, se exponen a las inclemencias de las pandillas traficantes de seres humanos, los infames “coyotes”, para al final de ese arduo y peligroso peregrinaje enfrentar la detención, el escarnio y la deportación en la frontera sureña de los Estados Unidos. Su desesperada situación se ha convertido en una crisis humanitaria de dimensiones épicas.
Comenzamos este ensayo con la memoria litúrgica de un tiempo en el que el pueblo de Israel era extranjero en medio de un poderoso imperio, una comunidad socialmente explotada y culturalmente despreciada. Esa memoria formó parte de la sensibilidad de la nación hebrea. Su vulnerabilidad histórica fue un recordatorio de su impotencia pasada como inmigrantes en Egipto, pero también conllevó el reto ético de preocuparse por los extranjeros en Israel.
La preocupación por los extranjeros llegó a ser un elemento clave de la Torah, el pacto de justicia y rectitud entre Yahvé e Israel. “Cuando un extranjero resida con vosotros en vuestra tierra, no lo maltrataréis. El extranjero que resida con vosotros os será como un nacido entre vosotros, y lo amarás como a ti mismo, porque extranjeros fuisteis vosotros en la tierra de Egipto; yo soy el Señor vuestro Dios”. (Levítico 19:33s); “No oprimirás al extranjero, porque vosotros conocéis los sentimientos del extranjero, ya que vosotros también fuisteis extranjeros en la tierra de Egipto”. (Éxodo 23:9); “No oprimirás al jornalero pobre y necesitado, ya sea uno de tus conciudadanos o uno de los extranjeros que habita en tu tierra y en tus ciudades… No pervertirás la justicia debida al forastero… sino que recordarás que fuiste esclavo en Egipto y que el Señor tu Dios te rescató…” (Deuteronomio 24:14,17-18).
Los profetas reprenden constantemente a las élites de Israel y Judá por su injusticia social y su opresión de la población vulnerable. ¿Quiénes eran estas personas vulnerables? Los pobres, las viudas, los huérfanos y los extranjeros. “… los príncipes de Israel… han estado aquí para derramar sangre… trataron con violencia al extranjero y en ti oprimieron al huérfano y a la viuda” (Ezequiel 22:6s). Después de condenar la apatía religiosa del templo en Jerusalén, el profeta Jeremías presenta la siguiente alternativa: “Si en verdad hacéis justicia… y no oprimís al extranjero, al huérfano y a la viuda…” (Jeremías 7:6). Luego critica con duras palabras admonitorias al rey de Judá: “Practicad el derecho y la justicia, y librad al despojado de manos de su opresor. Tampoco maltratéis ni hagáis violencia al extranjero, al huérfano o a la viuda… Pero si no obedecéis estas palabras, juro por mí mismo –dice el Señor- que esta casa vendrá a ser una desolación” (Jeremías 22:3,5).
La orden divina de amar a los forasteros emerge de dos fundamentos. Uno, ya mencionado, es que los israelitas han sido extranjeros en una tierra que no era la suya (“porque vosotros fuisteis extranjeros en la tierra de Egipto”) y debían, por tanto, ser muy sensibles a la amarga angustia existencial de las comunidades que viven en una nación cuyos habitantes hablan una lengua diferente, veneran deidades diferentes, comparten distintas tradiciones y conmemoran diferentes eventos históricos fundacionales. La solidaridad con el extranjero y el forastero constituye, en estos textos bíblicos, una dimensión esencial de la identidad nacional de Israel. Pertenece a la naturaleza misma del pueblo de Dios.
Una segunda fuente de preocupación hacia los forasteros inmigrantes tiene que ver con la forma de ser y actuar de Dios en la historia: “El señor protege a los extranjeros” (Salmo 146:9), “Él hace justicia al huérfano y a la viuda, y muestra su amor al extranjero…” (Deuteronomio 10:18). Dios interviene en la historia favoreciendo a los más vulnerables: los pobres, las viudas, los huérfanos y los extranjeros. “Seré un testigo veloz contra… los que oprimen al jornalero en su salario, a la viuda y al huérfano, contra los que niegan el derecho del extranjero y los que no me temen, dice el Señor de los ejércitos” (Malaquías 3:5). La solidaridad con los marginados y excluidos corresponde directamente con el ser y la actuación de Dios en la historia.
Podríamos detenernos justo aquí con estos bonitos textos de xenofilia, de amor hacia el extranjero. Pero sucede que la Biblia es un libro desconcertante. Contiene una multitud de voces inquietantes, una perpleja polifonía que frecuentemente complica nuestras hermenéuticas teológicas. Al prestar atención a muchos de los dilemas éticos claves, nos encontramos a menudo en la Biblia con perspectivas conflictivas y contradictorias. Frecuentemente saltamos de nuestros laberintos contemporáneos a uno escritural siniestro y oscuro.
En la Biblia hebrea hallamos afirmaciones con marcado y desagradable sabor de xenofobia nacionalista. Levítico 25 es normalmente leído como el texto clásico de la liberación de los israelitas que han caído en la esclavitud de las deudas. Muy elocuentemente manifiesta el famoso versículo 10: “Proclamaréis libertad por toda la tierra para sus habitantes”. Pero también contiene una distinción nefasta: “En cuanto a los esclavos y esclavas que puedes tener de las naciones paganas que os rodean, de ellos podréis adquirir esclavos y esclavas. También podréis adquirirlos de los hijos de los extranjeros que residen con vosotros, y de sus familias… ellos también pueden ser posesión vuestra… Os podréis servir de ellos como esclavos…” (Levítico 25: 44-46).
Y ¿qué decir sobre el terrible destino impuesto a las esposas extranjeras (y sus hijos) en los epílogos de Esdras y Nehemías (Esdras 9-10, Nehemías 12:23-31)? Ellas fueron expulsadas, exiliadas, como una fuente de impureza y de contaminación de la fe y la cultura del pueblo de Dios.4 El rechazo de las esposas extranjeras en los textos bíblicos de Esdras y Nehemías no parece muy diferente de la xenofobia contemporánea: aquellas esposas extranjeras tenían un legado lingüístico, cultural y religioso diferente – “De sus hijos… la mitad no podía hablar la lengua de Judá, sino la lengua de su propio pueblo. Y contendí con ellos y los maldije, herí a algunos de ellos y les arranqué el cabello” (Nehemías 13:24-25). Tampoco debemos olvidar las atroces normas sobre la guerra que prescriben para la esclavitud forzada o aniquilación de los pueblos a los que Israel encontrara en su camino hacia “la tierra prometida” (Deuteronomio 20:10-17). Estos son, de acuerdo con la correcta expresión de Phyllis Trible, “textos de terror”.5
Este es un constante e irritante modus operandi de la Biblia. Vamos a ella en búsqueda de soluciones simples y claras para nuestros enigmas éticos, sin embargo, termina exacerbando nuestra perplejidad. ¿Quién dice que la Palabra de Dios supuestamente nos facilita las cosas? ¿No hemos olvidado, sin embargo, algo crucial: Jesucristo? ¿Cuál es la postura de Cristo hacia los extranjeros?
Podemos encontrar algunas pistas de la perspectiva de Jesús en relación con los menospreciados o los extranjeros en su actitud hacia los samaritanos y en su dramática y sorprendente parábola escatológica sobre el verdadero discipulado y la verdadera fidelidad (Mateo 25:31-46). Los judíos ortodoxos menospreciaban a los samaritanos como posibles fuentes de contaminación e impureza. Pero Jesús no se inhibió en absoluto de conversar amigablemente con una mujer samaritana de dudosa reputación, derrumbando la barrera de exclusión entre judíos y samaritanos (Juan 4:7-30). De los diez leprosos que una vez sanó Jesús, solo uno volvió para expresar su gratitud y reverencia, y la narración del evangelio enfatiza que “era un samaritano” (Lucas 17:11-19). Finalmente, en la famosa parábola que ilustra el importante mandamiento de “ama a tu prójimo como a ti mismo” (Lucas 10:29-37), Jesús contrasta la justicia y la solidaridad de un samaritano con la negligencia y la indiferencia de un sacerdote y un levita. La acción de un samaritano tradicionalmente menospreciado se exalta como paradigma de amor y solidaridad a ser emulada.
En la extraordinaria parábola del juicio de las naciones, del evangelio de Mateo (25. 31-46), ¿quiénes son, según Jesús, los bendecidos por Dios y herederos del reino de Dios? Aquellos que a través de sus actos se preocupan por el hambriento, el sediento, el desnudo, el enfermo y los presos, que amparan con marcada solidaridad a los seres humanos más marginados y vulnerables. También aquellos que acogen a los extranjeros y les ofrecen hospitalidad; que son capaces de superar exclusiones nacionalistas, el racismo y la xenofobia y se atreven a abrazar y cobijar al extraño, las personas en nuestro entorno con una piel, una lengua, una cultura y unos orígenes nacionales diferentes. Ellos forman parte de la indefensión de los indefensos, de la pobreza de los pobres, en palabras del famoso Franz Fanon, “los despreciados de la tierra”, o en el poético lenguaje de Jesús, “los más pequeños”.
¿Por qué? Y aquí nos encontramos con una afirmación estremecedora: porque ellos, esos marginados y excluidos, en su impotencia y vulnerabilidad, constituyen la presencia sacramental de Cristo. “Porque tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber; fui forastero y me recibisteis; estaba desnudo y me vestisteis…” (Mateo 25:35). La vulnerabilidad de los seres humanos llega a ser, de una forma misteriosa, la presencia sacramental de Cristo en nuestro entorno. Esta presencia sacramental de Cristo llega a ser, para las primeras generaciones de las comunidades cristianas, la matriz del concepto básico de hospitalidad, philoxenia, hacia las personas necesitadas que no tienen un lugar donde descansar, una virtud en la que insiste el apóstol Pablo (Romanos 12:13).
El autor de la carta a los Efesios proclama a las pequeñas y frágiles comunidades cristianas religiosamente despreciadas y socialmente marginadas: “Ya no sois extranjeros ni advenedizos, sino que sois conciudadanos…” (Efesios 2:19). Es posible que el autor de esta misiva tuviera en mente la peculiar visión del Israel postexílico desarrollada por el profeta Ezequiel. Ezequiel recalca dos diferencias entre el antiguo Israel y el postexílico: la erradicación de la injusticia social y la opresión (“Así mis príncipes no oprimirán más a mi pueblo” Ezequiel 45:8) y la eliminación de la distinción legal entre ciudadanos y extranjeros: “La sortearéis (la tierra) como heredad entre vosotros y los forasteros en medio de vosotros y que hayan engendrado hijos entre vosotros. Y serán para vosotros como nativos entre los hijos de Israel; se les sorteará herencia con vosotros entre las tribus de Israel. En la tribu en la cual el forastero resida, allí le daréis su herencia, declara el Señor Dios” (Ezequiel 47: 21-23).
Una perspectiva teológica ecuménica, internacional e intercultural
Se requiere contrarrestar la xenofobia que contamina el discurso público en muchas naciones, repudiando enérgicamente la exclusión del extranjero, del forastero, del “otro”6, y por el contrario, proponiendo y encarnando una postura existencial y eclesiástica que denominamos xenofilia, un concepto que incluye hospitalidad, amor y preocupación por el extranjero. En momentos de crecimiento de la globalización económica y política, cuando en megalópolis como Nueva York, Londres, París, Madrid o Ciudad de México convergen muchas y diferentes culturas, lenguas, memorias y legados, xenofilia debe ser nuestro deber y vocación, como una afirmación de fe no solo de nuestra humanidad común, sino también de la prioridad ética ante los ojos de Dios de aquellos que son seres vulnerables y que viven en las sombras y en los márgenes de nuestras sociedades.
Hay una tendencia entre muchos expertos y líderes públicos a entrelazar su discurso sobre los inmigrantes tratándoles principal o incluso exclusivamente como trabajadores, cuya labor podría contribuir o no al bienestar de los ciudadanos nacionales. Esta clase de discurso público tiende a objetivar y a deshumanizar a los inmigrantes. Esos inmigrantes son seres humanos, concebidos y diseñados, de acuerdo con la tradición cristiana, a la imagen de Dios. Merecen ser plenamente reconocidos como tales, tanto en la letra de la ley como en el espíritu de la praxis social. Cualquiera que sea la importancia de los factores económicos de la nación receptora, desde una perspectiva teológica ética lo crucial debe ser el bienestar existencial de los “más pequeños”, de los miembros más vulnerables y marginados de la humanidad de Dios, entre los cuales se encuentran aquellos que emigran fuera de su tierra natal, constantemente escrutados por la degradante mirada de muchos ciudadanos nativos.
Una preocupación que alimenta el recelo hacia los residentes extranjeros son las posibles consecuencias para la identidad nacional, entendida como una esencia ya fijada. Este es un recelo que se ha extendido por todo el mundo occidental, propagando actitudes hostiles hacia las ya marginadas y privadas de derechos comunidades de exiliados y extranjeros, percibidas como fuentes de “contaminación cultural”. Lo que se olvida con esto es, primero, que las identidades nacionales son construcciones diacrónicamente constituidas mediante intercambios con personas de herencias y tradiciones culturales diferentes y, segundo, que la alteridad cultural, el intercambio social con el “otro”, puede y debe ser una fuente de transformación y enriquecimiento de nuestra propia cultura nacional.
La intensidad de las desigualdades sociales ha hecho de la fuerza migratoria de trabajo una cuestión crucial. Esta es una situación que requiere un riguroso análisis desde: 1) un horizonte ecuménico universal; 2) un profundo entendimiento de las tensiones y malentendidos que surgen de la proximidad de las personas con tradiciones y memorias culturales diferentes; 3) una perspectiva ética que privilegie el apuro y las aflicciones de los más vulnerables como voces sumergidas y silenciadas de extranjeros que necesitan ser descubiertos; y 4) para las comunidades e iglesias cristianas, una sólida base teológica ecuménicamente concebida y diseñada.
Concluyo con unos versos de la canción del cantautor español Pedro Guerra, Extranjeros, que alude a las angustias y esperanzas de millones de seres humanos que migran en búsqueda de un futuro de mayor significado existencial:
“Están por ahí, llegaron de allá
sacados de luz, ahogados en dos
vinieron aquí, salvando la sal
rezándole al mar, perdidos de Dios
Gente que mueve su casa
sin más que su cuerpo y su nombre
Gente que mueve su alma
sin más que un lugar que lo esconde
Por ser como el aire su patria es el viento
Por ser de la arena su patria es el sol
Por ser extranjero su patria es el mundo
Por ser como todos su patria es tu amor”.
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  1. Franz Fanon, Peau Noir, Masques Blancs (Paris: Éditions du Seuil, 1952). [↩]
  2. John Bowe, Nobodies: Modern American Slave Labor and the Dark Side of the New Global Economy (New York: Random House, 2007); Kevin Bales, Disposable People: New Slavery in the Global Economy (Berkeley, CA: University of California Press, 2004); Zygmunt Bauman,Wasted Lives: Modernity and Its Outcasts (Cambridge: Polity, 2004). [↩]
  3. Peter Stalker, Workers Without Frontiers: The Impact of Globalization on International Migration (Geneva: International Labor Organization, 2000). [↩]
  4. Para un cuidadoso análisis de la teología xenófoba y misógina que se esconde en Esdras y Nehemías, ver Elisabeth Cook Steicke, La mujer como extranjera en Israel: Estudio exegético de Esdras 9-10 (San José, Costa Rica: Editorial SEBILA, 2011). [↩]
  5. Phyllis Trible, Texts of Terror: Literary-Feminist Readings of Biblical Narratives (Philadelphia: Fortress Press, 1984). [↩]
  6. Miroslav Volf, Exclusion and Embrace: A Theological Exploration of Identity, Otherness, and Reconciliation (Nashville: Abingdon Press, 1996). [↩]

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