sábado, 8 de abril de 2017

La Iglesia que queremos y necesitamos

La iglesia que queremos y necesitamos. Recuerdo de Alberto Iniesta

Castillo
Largo pero jugoso artículo de Castillo. Bueno para una lectura reposada en el domingo de Ramos y Pasión. Esta Iglesia que quiere Francisco la quisieron con pasión y sufrimiento otros muchos en los años setenta. Entre ellos, Alberto Iniesta fue destacado obispo conciliar, humilde y valiente. Hoy Francisco ha hecho una arenga muy valiente a que los jóvenes hagan suyo el próximo Sínodo de 2018, aunque siga llamándose “de Obispos” (Vaticaninsider). AD.
Recordamos aquí a Alberto Iniesta. Y la Iglesia que él quiso y que nosotros necesitamos. Pero este recuerdo será acertado, si tenemos presente que recordamos a Alberto y su gestión como obispo de Vallecas cuando estamos viviendo una “crisis” y una “estafa”Y hacemos este recuerdo cuando nos damos cuenta de que la crisis va disminuyendo, pero la estafa no disminuye. Además, lo peor del caso es que no pocos de nuestros obispos dan la impresión de que o no se enteran de la estafa que estamos soportando; o (lo que sería más grave) se enteran, pero, más allá de algunas exhortaciones superficiales y genéricas, con las que algunos prelados despachan un asunto de tanta gravedad, las preocupaciones apostólicas de tales pastores – al menos por lo que dicen – parece que se centran en los temas en los que ponen mayor énfasis: el sexo, la identidad de género, la homofobia, el poder y los privilegios de la Iglesia, aunque estas cosas no se digan nunca así, tal como son y tal como suenan.
  1. Alberto Iniesta
Alberto Iniesta ha sido, sin duda ni exageración, uno de los hombres más ejemplares que hemos tenido en España, en nuestra reciente historia del siglo XX. Su proyecto de la Asamblea de Vallecas, en marzo de 1975, cuando estaba agonizando la dictadura franquista en nuestro país, fue una intuición que se adelantó a los sueños de democracia, que, con dudas e indecisiones, los políticos y los clérigos de aquellos años gestionaron, en la transición que desembocó en la Constitución del 78.
Dicho en pocas palabras, la Asamblea de Vallecas fue, no sólo un “proyecto de Iglesia”. Además de eso, fue un “proyecto de sociedad”. Una sociedad en la que el pueblo toma la palabra. Y toma, sobre todo, la capacidad de decidir. Para resolver los problemas más graves que nos afectan a todos los ciudadanos. Sobre todo, los problemas que nos impiden ser ciudadanos libres, que viven en una sociedad igualitaria y justa.
Conocí a Alberto Iniesta en abril de 1971. En aquel abril, antes de la “Asamblea Conjunta Obispos-Sacerdotes”, se celebró en Ginebra un Encuentro de los Consejos Presbiterales de Europa, en el que participaron más de doscientos sacerdotes. La representación española, presidida por el entonces obispo de Málaga, Angel Suquía, estaba compuesta por un grupo de sacerdotes, entre los que estábamos Alberto Iniesta y yo. Y precisamente a Iniesta y a mí se nos encargó hacer y presentar la ponencia sobre la Iglesia que estábamos necesitando. Un trabajo que tuvimos que hacer en pocos días. Fue entonces cuando quedé impresionado por la genialidad, la humanidad y la profunda espiritualidad de Alberto Iniesta. Un hombre que sólo quería el bien de la Iglealberto-iniesta (2)sia, para bien de la sociedad.
Así las cosas, lo que más me impresionó, en mis muchas horas de convivencia y conversación con Alberto Iniesta, en Madrid, en Ginebra, en octubre de 1971 (en Roma), en el Sínodo Mundial de Obispos, cuyo tema fue el “sacerdocio” y “la justicia en el mundo”, lo que más me impresionó – repito – fue la convicción más firme, que tenía Alberto Iniesta: la Iglesia necesita, de forma apremiante, una reforma a fondo. No se trata de una “reforma doctrinal”, sino de una “reforma de vida”, en la “gestión del gobierno” y en la “participación del pueblo” en la toma de decisiones.
Como era de esperar – y de temer –, ni el sistema religioso del Vaticano, ni el sistema político de Franco, podían permitir el planteamiento pastoral, participativo y democrático de Iniesta. En consecuencia, sucedió lo que era de temer. A última hora, en vísperas de la Asamblea de Vallecas, de Roma vino la prohibición de darle a la Iglesia aquel nuevo giro, que era el primer paso de una reforma y una renovación a fondo, no sólo de la Iglesia, sino igualmente de la sociedad [1]. Además, todo aquello se ejecutó de la forma más tajante y (yo añadiría que también) más cruel que se podía ejecutar. Alberto Iniesta fue llamado urgentemente a Roma. Y – por lo que después se pudo saber -, a Iniesta, no sólo se le prohibió, de forma terminante, la celebración de la Asamblea, sino que además el bueno de Alberto fue (y se sintió) ofendido y humillado por el Cardenal Prefecto de la Congregación de Obispos. Ofendido y humillado hasta el extremo de verse hundido e incapacitado, durante años, en un monasterio cisterciense, a donde se retiró para superar su profunda depresión. Hasta que ya, en edad de jubilación, regresó a su diócesis de origen, Albacete, para terminar sus días en paz, estudio y oración.
  1. La Iglesia que necesitamos: volvamos al origen
¿Qué Iglesia quiso Alberto Iniesta? ¿Por qué la Iglesia, que quiso Alberto Iniesta, resultó ser intolerable, absolutamente inaceptable, para el sistema político de una dictadura y para el sistema religioso del Vaticano?
La respuesta fácil, convencional, que tienen estas preguntas, es conocida. Y es, por eso, la respuesta que siempre damos. La Iglesia, que se buscaba mediante la Asamblea de Vallecas, en marzo de 1975, no cabía, no pudo caber o encajar en el régimen dictatorial del franquismo, ni en el Código de Derecho Canónico de la Iglesia Católica. Por eso, aquello tuvo el final que tuvo. El fracaso de un proyecto que muchos añoramos.
¿Es posible en este momento volver a intentarlo? Hay que hacerlo. Pero va a necesitar tiempo y paciencia. Después de 30 años, bloqueando la renovación que inició el Vaticano II, la Iglesia está viviendo una situación de desconcierto. ¿Por qué este desconcierto? Cuando tenemos un papa, Francisco, que quiere limpiar el papado de la pompa y el hieratismo que nunca quiso Jesús, el boato y la mentira que condena el Evangelio, en esta situación, un sector señalado del episcopado, en lugar de alegrarse y unirse al papa Francisco, lo que están haciendo quienes se han vinculado a ese sector de cardenales, obispos y clérigos es poner dificultades al papa. Y así, aumentar el desconcierto en determinados sectores de la Iglesia.
¿Qué hacer, estando así las cosas? Vamos a ir derechamente al origen. Y a lo más original de la Iglesia. Todo comenzó, como sabemos, con el anuncio, que realizó Jesús, de la “Buena Noticia”, es decir, la llegada del Reinado de Dios [2]. Es verdad que quien fundó y gobernó las primeras “asambleas” cristianas (“ekklesiai”) fue Pablo. Pero también es verdad que, si Pablo pudo fundar y gobernar aquellas “iglesias”, lo hizo porque antes que él y su experiencia en el camino de Damasco, había existido Jesús de Nazaret, su mensaje, su forma de vida y su muerte en una cruz.
  1. La “fe” y el “seguimiento”
Si el origen primitivo de la Iglesia se analiza detenidamente, lo que llama la atención, en este proceso incipiente de “fundación” de la Iglesia, es que los evangelios (especialmente los sinópticos) no ponen en, el centro de este origen primero de la Iglesia, la “fe” (“pistis”, “pisteuo”) de los discípulos de Jesús, sino el “seguimiento” (“akoloutheo”) que aquellos discípulos aceptaron para compartir su vida con la vida que llevó Jesús. Baste pensar que, en los evangelios sinópticos, mientras que la fe se elogia 36 veces, del seguimiento de Jesús se habla 56 veces. O sea, el “seguimiento” aparece 20 veces más que la “fe”.
Pero lo importante no es la cantidad de veces que se menciona la fe o el seguimiento. Lo elocuente, en este asunto capital, es la significación relevante que los relatos evangélicos le dan al seguimiento de Jesús. Y lo que ese seguimiento representa en la vida. En efecto, según los sinópticos, cuando Jesús empezó a reunir el primer grupo de discípulos y las primeras multitudes de gente, que se iban con él y le escuchaban, en ningún relato se dice que Jesús les propusiera el tema de la fe, como pregunta, como exigencia, como condición para estar con él, para vivir el proyecto que él les presentaba. Y menos aún. En ninguna parte dicen los evangelios que la fe fuera la condición para estar con Jesús o para ser discípulo suyo.
Esto necesita alguna explicación. En los evangelios sinópticos, se habla de la fe en los relatos de curaciones, cuando Jesús resuelve las situaciones de sufrimiento de enfermos o personas excluidas. A estas personas, Jesús les dice siempre lo mismo: “tu fe te ha salvado”, es decir, “tu fe te ha curado”. Es le fe-confianza, la fe de quienes se fían de Jesús, viendo en él la solución del sufrimiento de este mundo. Y es importante caer en la cuenta de que esto es así, según los evangelios, incluso en los casos de personas que, sin duda, tenían otra religión y otras creencias, como ocurrió con el centurión romano (Mt 8, 5, 13 par), con la curación de la mujer cananea (Mc 7, 24-30 par) y en la sanación del leproso galileo (Lc 17, 11-19) [3].
Sin embargo – y en contraste con lo que acabo de indicar -, lo que la teología no ha tenido debidamente en cuenta es que, cuando los evangelios afrontan el problema fundamental de quienes pueden o no pueden estar con Jesús, la clave de la respuesta a este problema es el “seguimiento” de Jesús, tanto para los “discípulos” (Mc 1, 16-20; Mt 4, 12, 17; Lc 4, 14-15), como para el “pueblo” (“óchlos”) (Mt 4, 25; 8, 1). Por eso, lo primero que hizo Jesús fue llamar a los discípulos al seguimiento (Mc 1, 16-20; Mt 4, 12-17; Lc 5, 11; cf. Jn 1, 37-43). Jesús no empezó por pedir a aquellos hombres una “profesión de fe” o la aceptación de un “credo”. No. Lo primero fue una palabra: “sígueme”.
Ahora bien, si esto efectivamente es así, queda patente lo que con tanta lucidez dijo Juan Bautista Metz: “Sólo siguiendo a Cristo saben los cristianos a quién se han confiado y quién los salva”. Lo que, a su vez, significa algo que es mucho más fuerte: “El saber cristológico no se constituye ni se transmite primariamente mediante conceptos, sino en los relatos de seguimiento” [4]. Esto significa algo que seguramente jamás hemos pensado: a Jesús y su Evangelio, no lo conocemos – ni nos relacionamos con él – mediante creencias o actos religiosos, sino siguiendo a Jesús. Es decir, a Jesús lo conocemos en la medida en que abandonamos todo lo que sea necesario abandonar, para poder compartir la forma de vivir, las convicciones y el proyecto de vida de Jesús. Baste recordar que, según los evangelios, Jesús sólo pronuncia una palabra: “Sígueme” (“akolouthei moi”) (Mc 2, 14 par). Esto es todo (Bonhoeffer). Es lo que le dijo Jesús a un “publicano”, un pecador, un hombre de vida escandalosa. Un hombre al que Jesús no le preguntó si “creía” o “no creía”. Ni “en qué creía”. Ni si “se arrepentía” de su mala vida. A Jesús, por lo visto, no le interesaba nada de eso que tanto les suele interesar a los confesores, a los predicadores.
Pero hay más. Cuando Jesús llama a alguien para que le siga, Jesús no propone “para qué” llama, ni presenta un determinado “proyecto”, un “ideal”, un “programa” de vida, unas “condiciones” [5]. Incluso algo más fuerte: según los relatos de las llamadas al “seguimiento” (Mt 8, 21-22; Lc 9, 59-60; Mc 10, 17-22; Mt 19, 16-22; Lc 18, 18-23), Jesús exige el “despojo total”. O sea, “abandonar toda seguridad” o condiciones de seguridad en la vida: ni familia, ni dinero, ni trabajo fijo, ni vivienda, ni despedirse de la propia familia, ni siquiera enterrar al propio padre (Mt 8, 22) [6].
¿Significa esto que ser cristiano (o pertenecer a la Iglesia) equivale a convertirse en un “carismático itinerante”? ¿Tiene que ser la Iglesia “un movimiento de auto-marginados”? [7]. Quienes intentamos seguir a Jesús, por eso mismo, ¿no tenemos más remedio que vivir según las pautas de una “conducta desviada”? [8]. ¿Esto es posible y recomendable?
  1. Jesús solo, como “seguridad”
Aquí tocamos la cuestión capital. No sólo para entender el Evangelio. Además de eso, para entender la Iglesia. Me explico: Es evidente que lo que Jesús exige, cuando le dice al que pretende ser creyente: “Sígueme”, en realidad lo que le dice es que abandone su casa, su familia, su trabajo, su dinero, sus observancias religiosas (hasta la cima de tales observancias, el entierro del propio padre). Y todo esto, sin ofrecerle, al que es llamado, ni un programa, ni un proyecto, ni una misión, ni unas condiciones, nada. ¿Qué significa esto? ¿Es esto razonable o realizable? Si somos consecuentes con la llamada de Jesús a “seguirle”, sólo una cosa queda en pie, en la vida del que es llamado: “Jesús solo”. Y esto, ¿qué significa y qué representa?
Lo que está aquí en juego es el problema de la “seguridad” en la vida. Sin pensarlo, tantas veces; sin darnos cuenta de lo que más nos angustia y más deseamos, en el fondo, siempre tenemos planteado el problema de nuestra seguridad en la vida. La casa, la familia, el dinero, la profesión, el prestigio, la salud, el estatus social, la institución a la que pertenecemos, la política, el derecho, la economía, las relaciones que mantenemos con los demás, la religión…. Todo eso es un conjunto de cosas tan importantes, porque nos dan seguridad en la vida. O, si no tenemos esas cosas, nos sentimos en la inseguridad y en la soledad. Esto nos suena a patético, por el miedo que nos provoca.
Esto supuesto, la insistencia de Jesús en el llamamiento a “seguirle” nos viene a decir que CREEMOS EN JESÚS SI PONEMOS SÓLO EN JESÚS NUESTRA SEGURIDAD. En definitiva, si ponemos nuestra absoluta “seguridad (Sicherheit) y alivio” (Geborgenheit[9] en la convicción de que estamos con Jesús, vivimos con él y como él. Porque sólo cuando nuestra vida se proyecta así, entonces es CUANDO SOMOS VERDADERAMENTE LIBRES. Y es que, en el fondo, el problema que nos plantea el Evangelio es el problema de la libertad. Por esto Jesús insiste en la libertad ante la familia, ante el poder, ante el dinero, ante la religión. Jesús insiste en la libertad en estas situaciones y ante estas realidades, no porque estas cosas – como es lógico – sean malas, sino porque estas cosas tienen tanta presencia y tanta fuerza en nuestra vida, que nos limitan o hasta nos privan de la libertad.
  1. El fondo del problema
Estamos tocando el fondo del problema más grave y más apremiante, que tiene que afrontar la Iglesia. Es el problema que era patente cuando Alberto Iniesta convocó la Asamblea de Vallecas. Y bien sabemos la dura respuesta que Iniesta tuvo que soportar, tanto del poder político, como del poder religioso. ¿Por qué ambos poderes son tan brutalmente intolerantes en situaciones como la que presentó Alberto Iniesta?
Porque, para los poderes que dominan y sostienen el sistema que nos rige, es determinante mantener la desigualdad. Una desigualdad que potencian, mantienen o consienten los poderes económicos, los poderes políticos, los poderes jurídicos y los poderes religiosos. De ahí, entre otras cosas, los “silencios sociales” [10], que mantienen estos poderes en las cuestiones más determinantes de las desigualdades. Todos estos poderes están inter-determinados de tal forma que, para que sigan funcionando con la eficacia que a ellos les interesa, esa eficacia no se consigue sino a base de producir y potenciar las desigualdades. Sean cuales sean las teorías, que cada cual tenga o defienda, para mantener los intereses de los que mandan, no hay más remedio que mantener las desigualdades económicas, políticas, jurídicas y religiosas. Por ejemplo, en economía: casi la mitad de la riqueza mundial está en manos solo del 1 por ciento de la población. En política, la cosa resulta patente cuando es un hecho que el hombre políticamente más poderoso del mundo es Donald Trump. En derecho-justicia, no hay que dar muchas explicaciones después de lo que estamos viendo y viviendo en España con motivo del comportamiento de determinados tribunales y sus jueces, de acuerdo con lo que les permite el vigente derecho penal o procesal. En religión, lo más fuerte es la violencia, el terrorismo, y en la Iglesia católica, el vigente Código de Derecho Canónico, que arrastra la violencia totalitaria del medievo hasta los tiempos actuales, cuando ya nos gloriamos de vivir en la “tercera Ilustración”.
Pues bien, estando así las cosas, todo esto nos ha llevado hasta una situación, que seguramente no podíamos imaginar: cuando hemos alcanzado el progreso tecnológico y científico más elevado, ahora precisamente es cuando vivimos en el mundo más inseguro. Estamos destrozando el planeta Tierra, estamos matando o dejando que se mueran millones de seres humanos cada año, hemos multiplicado el sufrimiento en el mundo, nos sentimos amenazados por incontables peligros, son ya demasiados los jóvenes que se ven sin futuro, los países más ricos levantan muros de separación, etc, etc…..
La consecuencia, que inevitablemente se ha seguido de este estado de cosas, es que a todos nosotros – seguramente sin que nos demos cuenta de lo que nos pasa – nos han invadido dos experiencias paralizantes y destructivas: la inseguridad y el miedo. Casi nadie habla de esto a fondo. Casi nadie se atreve a pensar en serio lo que vive en su más secreta intimidad. Pero sospecho que la inseguridad y el miedo son el peso y la carga que todos llevamos a cuestas. Y son la causa inconfesable de “los silencios sociales y otras artimañas” con las que, no sólo los poderosos nos ocultan la realidad, sino igualmente con las que los débiles nos escapamos de complicaciones y así perpetuamos la situación de sufrimiento en que vivimos.
  1. La Iglesia que queremos y necesitamos
Ahora se comprende mejor la Iglesia que queremos y la Iglesia que necesitamos. He explicado cómo nació el primer germen de la Iglesia. Y en los evangelios consta que los relatos del origen de la Iglesia son relatos de llamadas al seguimiento de Jesús. Esto quiere decir que el “seguimiento” de Jesús es constitutivo del ser mismo de la Iglesia. Como es igualmente constitutivo de la cristología. Por otra parte, sabemos que lo que destacan los relatos de “seguimiento” es la llamada al despojo de los soportes fundamentales que nos dan seguridad: dinero, familia, trabajo, instalación, estatus social, religión. Jesús pidió a aquellos hombres – los primeros apóstoles – el “despojo total”. No por motivos de “ascética”, como lo interpretaron los monjes a partir del siglo tercero. Menos aún, por el “desprecio del mundo” y de todo lo que nos produce felicidad y disfrute de la vida, como lo entendió la espiritualidad medieval. No para obtener la paz personal e interior, el “Dharma”, según la tradición budista laica [11].
Lo que Jesús vio como específico y determinante, para la Iglesia y para los cristianos, es la superación del miedo y la inseguridad. Porque solamente así, podremos integrar en nuestras vidas el “proyecto de vida” que llevó Jesús y nos exigió Jesús, si es que queremos de verdad hacer presente el Evangelio en nuestra sociedad. Y nunca tendríamos que olvidar los creyentes en Cristo que, por trazar el camino que supera el miedo y la inseguridad, “Jesús aceptó la función más baja que una sociedad puede adjudicar: la de delincuente ejecutado” [12]. Sin duda, a esto se refería Jesús cuando les dijo, no solo a sus discípulos, sino “a todos” (Lc 9, 23): “Si uno quiere venirse conmigo, que reniegue de sí mismo, que cargue con su cruz y entonces me siga” (Mc 8, 34; Mt 16, 24; Lc 9, 23). Hoy no es posible interpretar estas palabras de Jesús como un llamamiento “para vivir en los márgenes” [13] de la vida y de la sociedad. Seguir a Jesús es cargar con su cruz. Pero, ¿qué significa esto y qué es lo que exige?
En la sociedad de la “corrupción” y la “desigualdad”, que genera el “miedo” y la “inseguridad”, seguir a Jesús, creer en Jesús, vivir en la Iglesia, no es una exigencia de heroísmos y singularidades que nos empujarían a tener que andar, como una especie de fugitivos, por los márgenes de la vida, como excluidos sociales. No se trata de eso. La exigencia de Jesús es enteramente razonable. Es lo que tendría que ser lo común para todo ciudadano. Estamos hablando sencillamente de “ser ciudadanos honrados y honestos, que cumplen con sus obligaciones cívicas y, si es que en algo los cristianos se diferencian de los demás, tendría que ser por su sensibilidad ante el sufrimiento y la desigualdad que impone el desorden establecido”.
  1. La Iglesia como factor de cambio
La Iglesia “que queremos y necesitamos” es la gran Comunidad de creyentes en Jesús, que produce este proyecto de vida, lo cultiva, lo fomenta, lo mantiene. Pero aquí lo que importa es entender bien lo que queremos decir cuando hablamos de “la gran Comunidad”.
Es evidente que, en los evangelios, la presencia y la importancia de los “Doce” (“discípulos” o “apóstoles”) se destaca en la vida y en el proyecto de Jesús. Pero, tan cierto como eso, es que, en la Antigüedad Tardía (en los primeros siglos de la Iglesia), el cristianismo fue un factor de cambio decisivo. Un cambio, no sólo religioso, sino también social. Además, esto se realizó no sólo por la doctrina que enseñaban los obispos, sino sobre todo por la forma de vida que llevaron los cristianos, en la crisis del Imperio ya ante de Constantino (s. IV) [14]. ¿En qué y por qué fue el cristianismo “factor de cambio”?
“Durante el siglo II e incluso el III, el cristianismo aún era en gran parte (aunque con algunas excepciones) un ejército de desheredados” [15]. Pero también es cierto que el cristianismo, además de sus promesas para la otra vida y sus prácticas religiosas, poseía un sentido comunitario más fuerte que todo cuanto ofrecían los otros grupos mistéricos de aquel tiempo, sobre todo “por la forma común de vida, como acertadamente advirtió Celso” [16]. Sabemos con seguridad que, en aquellos tiempos de miseria, escasez y hambre, la Iglesia ofrecía todo lo necesario para constituir una especie de seguridad social: cuidaba de huérfanos y viudas, atendía a los ancianos, a los incapacitados y a los que carecían de medios de vida [17]. Y, más que nada, ofrecía un sentimiento de grupo que el cristianismo de entonces estaba en condiciones de fomentar. La Iglesia consistía, sobre todo, en comunidades de acogida en las que la gente se sentía protegida por derechos que la sociedad no le ofrecía.
Hoy, cuando nos estamos dando cuenta de que se puede salir de la “crisis” económica, manteniendo a grandes sectores de la población en la “estafa” cruel de los que se ven hundidos en lo más bajo de la desigualdad, comprendemos mejor lo que explico admirablemente el profesor E. R. Dodds. Me refiero al horror del sentimiento de desamparo que puede experimentar cualquier ser humano en medio de sus semejantes. Debieron ser muchos los que experimentaron este desamparo, en la Antigüedad Tardía: los bárbaros urbanizados, los campesinos llegados a las ciudades en busca de trabajo, los soldados licenciados, los rentistas arruinados por la inflación y los esclavos manumitidos. Para todas estas gentes, el entrar a formar parte de la comunidad cristiana debía ser el único medio de conservar el respeto hacia sí mismos y de dar a su propia vida algún sentido. Y es que dentro de la comunidad cristiana se experimentaba el calor humano y se tenía la prueba de que alguien se interesaba por nosotros, en este mundo y en el otro [18].
Por esto, exactamente por esto, el cristianismo fue un agente decisivo de transformación de la cultura y de la sociedad. Los historiadores mejor documentados lo han dicho sin rodeos, al explicar lo que representó “la caída del Imperio Romano”: “el cristianismo fue en cierto sentido una fuerza igualadora y promotora de una progresiva democratización. Insistía en que todo el mundo, con independencia de cuál fuera su posición económica o social, tenía un alma y un valor parejo en el drama cósmico de la salvación, y algunos de los textos evangélicos sugerían incluso que las riquezas de este mundo podían constituir un obstáculo para la salvación” [19].
La Iglesia que humanizó el Imperio, hasta que ella misma se dejó corromper por la fuerza perversa de los poderes, las riquezas y los privilegios, esa Iglesia que queremos y necesitamos, fue la gran Comunidad que igualaba al pueblo, a la sociedad, a los ciudadanos. La Iglesia de los que no se daban por satisfechos con la fe cristiana, sino que, junto a la fe y por la fuerza de aquella fe, vivían el seguimiento que Jesús exigió a los apóstoles, a los discípulos y al pueblo en general, según los numerosos relatos evangélicos que nos han conservado esta “memoria peligrosa”, que nos resistimos a recordar. Y, sobre todo, la memoria que no soportamos actualizar, hacerla viva y presente en esta Iglesia nuestra de hoy.
  1. Conclusión
Mi conclusión es clara. Hay dos maneras de entender la Iglesia y de vivir en ella. La Iglesia de la “sumisión” y la Iglesia de la “necesidad”. ¿Qué significan estas dos maneras de entender y vivir la Iglesia? Cuando lo importante y decisivo en la Iglesia es el “poder” de los que mandan, la Iglesia no tiene más remedio que ser la Iglesia de la “sumisión”. Cuando lo importante y decisivo en la Iglesia es el “sufrimiento” del mundo y en el mundo, la Iglesia no tiene más remedio que ser la Iglesia de la “necesidad”.
La Iglesia del “poder”, somete a sus fieles. Eso es lo principal para ella. Y utiliza los grandes temas de la Teología para someter: la fe, los sacramentos, la muerte, el infierno, la moral, la predicación. la liturgia, el derecho canónico, la catequesis, la espiritualidad, todo sirve y es eficaz para tener a la gente sumisa. Y el gobierno eclesiástico es un gran ejercicio de sumisión. Se somete el pensamiento y la capacidad de pensar, se somete la voluntad y la capacidad de decidir, se premia al sumiso, se castiga al desobediente. Y todo el gobierno de la Iglesia se organiza según este imponente tinglado de poder y sumisión.
La Iglesia de la “necesidad”, se afana, trabaja, lucha, por lo que más necesita la gente: palpar y vivir que todos, siendo “diferentes” en los hechos patentes que vemos y tocamos, sim embargo todos somos “iguales” en dignidad y derechos. Porque la Iglesia no se gestó, ni nació, del poder, sino que se gestó y nació del Evangelio. El Evangelio en el que leemos que lo más importante, para Jesús, no fue mantener e imponer su poder, sino remediar el sufrimiento, responder a lo que más necesita la gente, que es aliviar, remediar, suprimir sus muchos sufrimientos. Por esto, Jesús curó a los enfermos, perdonó a los pecadores, alivió el yugo que nos impone este mundo y sus leyes, no obligó nunca a nada, ni exigió obediencia a nadie.
Sobre eta base, nació la Iglesia. Y desde esta base, Jesús nos enseñó, no sólo ni principalmente la importancia de la fe, sino, junto a la fe y antes que la fe, el seguimiento de Jesús. Por eso, la “Iglesia de la sumisión” produce esclavos. Mientras que la “Iglesia de la necesidad” produce personas libres. Teniendo siempre en cuenta que solamente las personas verdaderamente libres pueden superar y vencer el miedo y la inseguridad. Las dos grandes ataduras que nos impiden ser agentes de cambio en esta sociedad nuestra, la sociedad de la crisis y la estafa. Lo que nos empuja constantemente a los “silencios sociales” cómplices, que perpetúan el sufrimiento que estamos soportando; y el que les espera a las generaciones que vendrán después de nosotros. A no ser que nos empeñemos, con el poder del Espíritu y la luz del Evangelio, en recuperar la capacidad de factor de cambio que caracteriza a la Iglesia de Jesús, el Mesías, el Señor.
[1] Un buen análisis de aquella prohibición y su significado, en Pastoral Misionera, 3 (1975). El 27 de abril de aquel mismo año (1975), se celebró en El Escorial, una asamblea en la que participaron más de 100 comunidades de base para analizar el significado de la prohibición de la Asamblea de Vallecas. Cf. R. Díaz Salazar, Iglesia Dictadura y Democracia, Madrid, Ediciones HOAC, 1981, 282.
[2] Conc. Vaticano II, Lumen Gentium, 5, 1.
[3] J. Alfaro, “Fides in terminologia bíblica”: Gregorianum 42 (1961) 476-477.
[4] Johann Baptist Metz, La fe, en la historia y la sociedad, Madrid, Cristiandad, 1979, 66-67.
[5] Dietrich Bonhoeffer, Nachfolge, München, Kaiser, 1982, 28-29.
[6] Por influjo de los Jasidim y de los Fariseos, el último servicio a los muertos había sido enaltecido a la cima de todas las buenas obras. Martin Hengel, Seguimiento y Carisma. La radicalidad de la llamada de Jesús, Santander, Sal Terrae, 1981, 21.
[7] Gerd Theissen, El Movimiento de Jesús. Historia social de una revolución de valores, Salamanca, Sígueme, 2005, 35-37.
[8] O. c., 36.
[9] Diestrich Bonhoeffer, o. p., 29.
[10] Joaquín Estefanía, Abuelo, ¿cómo habéis consentido esto?, Barcelona, Planeta, 2017, 136-138.
[11] Kotaró Suzuki, “El Buda histórico y el Buda eterno”: Teologías en entredicho, Fundación UIMP (Universidad Internacional Menéndez Pelayo), Campo de Gibraltar, 2011, 59-68.
[12] Gerd Theissen, El movimiento de Jesús. Historia de una revolución de valores, Salamanca, Sígueme, 2005, 33.
[13] Warren Carter, Mateo y los márgenes. Una lectura sociopolítica y religiosa, Estella, Verbo Divino, 2007, 499.
[14] E. R. Dodds, Paganos y cristianos en una época de angustia, Madrid, Cristiandad, 1975, 173-179.
[15] E. R. Dodds, o. c., 175. Cf. Justino, Apol., II, 10. 8; Atenágoras, Leg., 11. 3: Tácito, Orat., 32, 1; Min. Felix, Oct., 8, 4; 12. 7; Orígenes, C. Celsum 1, 27. Aunque esto podía decirse igualmente, en buena medida, de los paganos.
[16] Cf. Orígenes, Contra Celsum, 1, 1.
[17] Cf. Hendrik Bolkestein, Wohltätigkeit und Armenpflege im Vorchristlichen Altertum, Utrecht, Ootoek, 1939. Y sobre todo, Allmecht Dihle, Die Goldene Regel, Göttingen, Vandenhoet & Ruprecht, 1962, 61-71; 117-127. Cf. E. R. Dodds, o. c., 178, n. 109.
[18] E. R. Dodds, o. c., 179.
[19] Peter Heather, La caída del Imperio Romano, Barcelona, Crítica, 2008, 164.

miércoles, 29 de marzo de 2017

DA MIEDO LA RELIGION MAL ENTENDIDA

Da miedo la religión mal entendida


CastilloEl terrorismo religioso, que la humanidad viene soportando desde que en el mundo hay religiones organizadas, se ha hecho más preocupante y peligroso desde que el desarrollo tecnológico ha posibilitado el manejo de medios de comunicación y de destrucción violenta que, hace menos de un siglo, no existían. Y, puesto que las tecnologías de la información y de la muerte avanzan a una velocidad que ya no controlamos, cada día que pasa nos da más miedo el “terrorismo religioso”. Sobre todo, si tenemos en cuenta que, con frecuencia, el hecho religioso se entiende mal. Y se vive al revés de cómo se tendría que vivir.
La religión no es Dios. La religión es el medio para relacionarnos con Dios. El problema está en que Dios, por definición, es “trascendente”. Es decir, Dios no está a nuestro alcance, ya que la “trascendencia” constituye un ámbito de la realidad que no es el nuestro. “A Dios nadie lo ha visto jamás”, dice el Evangelio (Jn 1, 18). El cristianismo ha resuelto este problema viendo en Jesús, el Señor, la revelación de Dios. Otras religiones encuentran distintas “representaciones” de Dios. Pero – insisto – ninguna religión puede asegurar que ve a Dios y sabe lo que Dios quiere en cada momento y en cada situación.
Todo esto supuesto, se comprende el peligro que entraña la religión. Porque las creencias religiosas nos pueden llevar al convencimiento de que lo que a mí me conviene o a mí me interesa, eso es lo que Dios quiere. Y si hago lo que Dios quiere, ese Dios (que puede ser una “representación” mía) me puede “mandar que mate” o que “robe” o que “odie” o “utilice” a otras personas, etc. Y lo que es peor, si mato o robo…, “mi Dios” me dará el premio del paraíso de la gloria y los placeres. Con lo cual, ya tenemos el montaje ideológico perfecto para odiar, robar, matar, no sólo con la conciencia tranquila, sino que la convicción del deber cumplido y el futuro ideal asegurado. Si a semejante tinglado mental le añadimos la fuerza del “deseo”, la pasión, los sentimientos y las ambiciones que son tan frecuentes en la vida, ya podemos echarnos a temblar.
Todo esto viene de lejos. Cuando san Bernardo (s. XII) organizaba las cruzadas, publicó un libro en el que decía que matar al infiel sarraceno no era un “homicidio”, sino un “malicidio”. O sea, se podía matar con buena conciencia. Cuando el papa Nicolás V (s. XV) le mando una bula al rey de Portugal en la que “le hacía donación” de toda Africa, de forma que sus habitantes fueran sus esclavos, puso la primera piedra del esperpento y los horrores del negocio de la esclavitud. Cuando Alejandro VI concedió a los Reyes Católicos la bula para invadir y apoderarse de los territorios y riquezas de América, justificó el colonialismo. La desigualdad, en dignidad y derechos, que las religiones han establecido entre hombres y mujeres, entre homosexuales y heterosexuales, han acarreado humillaciones y sufrimientos indecibles. Los horrores de los terroristas religiosos actuales, que matan matándose ellos mismos, porque así se van derechos al paraíso, convierten en un acto heroico lo que es un acto criminal.
Es evidente que, con la experiencia de estas atrocidades (y tantas otras…), necesitamos gobernantes, policías y jueces que nos protejan. Pero este fenómeno, tan arraigado en la historia y tan fundido (y confundido) en las creencias más hondas de millones de seres humanos, sólo se puede resolver mediante la educación. Y con el replanteamiento del hecho religioso, con su fuerza genial. Y con se peligrosidad aterradora.
Como creyente cristiano, termino recordando que, según el Evangelio, las tres grandes preocupaciones de Jesús fueron: 1) el problema de la salud (relatos de curaciones), 2) el hambre y sus consecuencias (relatos de comidas); 3) las relaciones humanas, centradas en la bondad con todos y siempre. ¿No es esto lo que más necesitamos para que este mundo y esta vida resulten más soportables? Y que cada cual lo viva con religión o sin ella. O en la religión que mejor le lleve a vivir así.

10 comentarios

  • Santiago
    No existe fundamentalismo alguno, si por ello se entiende en estancarse en la lectura de la Escritura. El pensamiento de Cristo está bien expresado y definido desde la primera catequesis oral y escrita, en cuanto a que El es la VERDAD eterna, puesto que es una Persona divina, la segunda, encarnada en Jesús de Nazaret. La proclamación de esta VERDAD es, a la vez eterna en su naturaleza y definitiva en cuanto a su irreformabilidad. Cristo como verdad eterna y las verdades que El mismo nos reveló en orden a nuestra salvación son irreformables en si mismas y por tanto definitivas.
    Y obviamente una cosa es el SENTIDO de la verdad que se trata de expresar en palabras humanas y otra  como la expresamos. No hay duda que el lenguaje cambia y el conocimiento aumenta y que para preservar el sentido de la verdad debemos adaptarnos a la época y buscar nuevas formas que preserven el sentido original para no deformar la verdad. Es por eso, que las interpretaciones de la Escritura no pueden salirse del verdadero contexto y el verdadero sentido y en el mismo espíritu como LA VERDAD fue expresada, so pena de tergiversar totalmente la misma verdad, de la misma manera que es imposible saber realmente la historia de nuestra familia humana si nos salimos del entorno familiar que es la fuente primordial para saber quienes y como fueron en realidad nuestros antepasados.
    La verdad eterna no cambia. Los principios esenciales en que se basan permanecen. Lo que cambia no es la sustancia sino la forma que usamos para preservar el contenido de la verdad, a través del paso del tiempo.
    Un saludo cordial.  Santiago Hernández
  • Juan Enrique
    Hola a todos
    Leí hace un tiempo un artículo de la BBC que muestra de una manera a mi juicio adecuada las relaciones entre la religión y el terrorismo. Viene a decir que “el terrorismo no tiene religión”. Ver aquí.
    Juan Enrique Zegers Arrasate
  • George R Porta
    La liberalidad del uso que a veces se hace del lenguaje es impresionante.
    Por ejemplo una cosa puede ser definida simultáneamente como eterna (según el DRAE que no tiene ni principio ni fin) y definitiva (según el DRAE que decide, resuelve o concluye y todo por no poder admitir cuando se está errado, ni siquiera cuando se está errado por aproximación.
    Esto oscurece la proclamación de la comprensión que se tenga de Jesús y de su mensaje y a menudo es simplemente el resultado de la especulación personal sin mucho más fundamento que el criterio propio ni siquiera suficientemente documentado.
    Posiblemente no haya otra actitud ideológica religiosa o política más cercana al fundamentalismo (del cual el DRAE dice que sea  cualquier «creencia religiosa basada en la interpretación literal de la Biblia, surgida en Norteamérica en coincidencia con la Primera Guerra Mundial; exigenca intransigente de sometimiento a una doctrina o práctica establecida».
    No hay que olvidar la semejanza al ntegrismo (de lo cual el DRAE dice «que sea la actitud de ciertos sectores religiosos, ideológicos o politicos que defienden la intangibilidad de un sistema, especialmente religioso»), si no es una de ambas cosas, o ambas con todo derecho.
  • Santiago
    La Revelación De Dios se hizo por medio de Jesucristo ya que Dios “últimamente nos habla por medio del Hijo”…es por eso que las promesas de Jesús son eternas y definitivas ya que “los cielos y la tierra pasarán, pero Mis palabras no pasarán” como nos dice Marcos discípulo directo de Pedro hablando en la década de los 40 d.C. (Mc 13,13)
    Por otro lado, Jesus manda a sus discípulos a “Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura” (Mc 16,15) y “quien a vosotros oye, a Mi me oye, y a quien vosotros desprecia a Mi me desprecia” (Lc 10, 16)
    La cita de Pablo es: “Ahora permanecen la fe, la esperanza y el amor, estas tres; pero la mayor es el amor” (1 Cor 13, 13) Es decir las 3 virtudes coexisten pero la fe y la esperanza son necesarias solo cuando vivimos temporalmente en la tierra. En la gloria ya no lo son pues solo existe la VISIÓN del amor, ya no esperaremos nada, sino que “veremos cara a cara”. Esta Revelación del amor, como dice San Juan proviene De Dios y por eso Pedro dice que  “hombres como eran hablaron de parte De Dios”. Por eso no es pura invención humana sino mero instrumento de LA PALABRA divina revelada
    saludos cordiales  Santiago Hernández

  • George R Porta
    Las promesas que son eternas nunca se cumplirán. En cambio, las que son definitivas, sí.
    Los evangelios no trasmiten una religión. Jesús nunca dejó de ser judío y la religión cristiana aún sufre divisiones aunque esté basada en los testimonios de loa aeguidores de Jesús de Nazareth a quien él mismo les reprochó la falta de comprensión y de confianza, respectivamente, con respecto a lo que él representaba y lo que él les enseñaba.
    La religión es un constructo humano y como tal ha de pasar. Pablo (1 Co 13) sugiere por esa razón que la fe pasará. La esperanza ha de pasar porque las promesas no son eternas, sino que deberán cumplirse si son definitivas. En cambio el Amor, Pablo pensaba que no pasará a juzgar por las cartas que se le atribuyen y ese es el consuelo ante la miseria de las religiones.
  • Santiago
    CLARO que “da miedo” cuando entendemos mal la religión, cuando no la estudiamos con seriedad y cuando nos apartamos del Evangelio que recoge la tradición escrita…Tampoco podemos dudar que Jesús incluyó en sus preocupaciones, como cita el autor del artículo de arriba, el problema de la salud, la injusticia del hambre y el conflicto de las relaciones humanas etc. etc….Sin embargo, yo diría, que lo fundamental en el Cristo que conocemos por medio de sus discípulos mas cercanos, es de índole mayor…porque si los desvelos básicos de Jesús de Nazaret se relacionaran solamente con el hambre, la salud y las relaciones sociales,  entonces El no hubiera ido mas lejos que lo que ha pasado con algunos líderes mundiales como Mahatma Gandhi etc. que expresaban poco menos que lo mismo, y probablemente su memoria no hubiera persistido tan actual como es Jesús en pleno siglo XXI..
    PERO cuando repasamos a lo que afirman los testigos de la época de Jesús, vemos que Cristo recalcó e insistió mucho mas en:
    1- El PRIMER mandamiento que es amar a Dios sobre todo lo demás,…. y que el SEGUNDO es semejante al primero, y que consiste en amar al prójimo, y que estos 2 mandamientos son un resumen de TODA la Ley de Dios, que Jesús no vino a destruir, sino a completar y a darle su verdadero sentido. (Mateo 22, 36-40; 5,17)
    2- Que debemos atesorar para el cielo, y no en la tierra, puesto que de nada nos sirve “conquistar todo el mundo si perdemos” la vida…eterna, y por tanto nuestra alma (Lucas 12, 33-34) (Marcos 8,36)
    3- Que el Reino de Cristo, aunque incoado en la tierra, realmente “no es de este mundo” sino que lo trasciende, (Juan 18,36) y que su gracia “salta hasta la vida eterna” (Juan 4,14)
    4- Que el que cree en Jesús, aunque muera, vivirá ya que El mismo es “la Resurrección y la Vida” (Juan 11, 25-27)
    No existe duda alguna que Jesús nos quiso mostrar la misericordia del Padre atendiendo a las cosas “temporales”, pero éstas son efímeras, desaparecen con el tiempo que se nos va de la mano rápidamente, sin retorno…PERO las promesas formales de Jesús son “eternas”, y esa trascendencia prometida es la que precisamente distingue la “religión” transmitida por el Evangelio, oral y escrito, de todas las demás religiones que son predicadas y fundadas en la boca de los “seres humanos”…Existe, pues, una gran diferencia…
    Un saludo cordial    Santiago Hernández
  • carlos
    Pienso que el problema de gran parte de las religiones que sobreviven hasta hoy es que son sólo envases de lo que representaron en su momento.
    Han quedado vacías de lo que les daba vida y son cadáveres sostenidos por templos, ritos y seguidores ciegos que son fanatizados o utilizados para beneficios que nada tiene que ver con lo que perseguía cada religión.
    Falta mirar al hombre como tal, humanizarlo y elevarlo a niveles espirituales como lo hacía Jesús.
  • mª pilar
    ¡Cierto… es terrible y sin sentido alguno!
    ¿Cuando caeremos en la cuenta, que el Dios que proclamamos, no puede estar de acuerdo con tanto enfrentamiento, intransigencia, guerras, pensamientos y acciones justicieras en su nombre?
    ¿En que clase de Dios se cree… los que tanto lo vociferan?
    mª pilar
  • José Ignacio Ardid
    Buenos días,
    Hoy, más que nunca, se necesita una depuración de la finalidad de las religiones. En mi opinión, las religiones nunca pueden ser el final, sino que son medios para. En el caso del cristianismo, también se ha olvidado este proyecto de Jesús, incluso poniendo por medio la importancia de la Iglesia y subyugando a ésta la misión de Jesús de Nazaret.
    Creo que, a menudo, cuando uno acude a reuniones con párrocos y en estos medios, sigue oyendo el mismo mensaje de permanencia de la Iglesia como institución, sin profundizar en la importancia de las preocupaciones de Jesús.
    Dietrich Bonhoeffer pensaba que la Iglesia debía de ser para los demás o no era para nada, ni nadie. Algo así se podría decir de las religiones, éstas deberían entender que la salvación es otra manera de hablar de humanización. En sentido contrario, lo que se persigue es la ideologización y el fundamentalismo: dos aspectos que tenemos en nuestras religiones de manera constante.
    Saludos,
  • Antonio Rejas
    Estoy convencido de que Jesús tenía esas tres preocupaciones apuntadas en el artículo. Es posible que tiuviera alguna más, pero de los Evangelios se deduce con claridad las tres indicadas. Son preocupaciones sobre realidades de la época de Jesús y también de la nuestra actual. Hagamos desaparecer los problemas de salud, al menos los causados por los mismos seres humanos, las hambrunas existentes y mejoremos las relaciones internacionales e interpersonales, cualquiera que sea la procedencia de las personas y su estatus social, y habremos conseguido un elevado grado de felicidad para esta sufriente humanidad.

domingo, 12 de marzo de 2017

XENOFOBIA O XENOFILIA



Xenofobia o xenofilia: desafío a los cristianos


“¡Del arpa hebrea
haré vibrar la nota,
con que anunció a Judea
de un Dios de paz la redentora idea!
Enlazados los hombres como hermanos,
romperán las cadenas
que con inicuas manos
ataron a los siervos los tiranos”.
–Lola Rodríguez de Tió, El arpa hebrea (1882)
Un inmigrante arameo
La primera confesión de fe de la Biblia comienza con una historia de peregrinación y migración: “Mi padre fue un arameo errante y descendió a Egipto y residió allí…” (Deuteronomio 26:5). Podríamos preguntarnos: ¿Ese “arameo errante” y sus hijos tenían los “documentos legales” requeridos para residir en Egipto”? ¿Eran acaso “inmigrantes ilegales”? ¿Hablaban de forma fluida y correcta el idioma egipcio?
Al menos sabemos que él y sus hijos fueron extranjeros en el seno de un poderoso imperio y que fueron explotados y marginados. Ese es el destino de muchos inmigrantes. Dados sus escasos recursos, se les obliga a ejercer los trabajos domésticos menos prestigiosos y más extenuantes. Pero, al mismo tiempo, despiertan la típica paranoia esquizofrénica de los imperios, poderosos pero temerosos hacia el extranjero, hacia el “otro”, especialmente si ese “otro” vive dentro sus fronteras y llega a ser numeroso. Hace más de medio siglo, Franz Fanon describió de forma brillante la peculiar mirada de la población blanca francesa ante la creciente presencia de negros africanos y caribeños en su entorno nacional: desprecio y miedo se entrelazaban en esa visión.1
El relato bíblico continua: “Los egipcios nos maltrataron y nos afligieron y pusieron sobre nosotros dura servidumbre. Entonces clamamos al Señor, el Dios de nuestros padres, y el Señor oyó nuestra voz y vio nuestra aflicción, nuestro trabajo y nuestra opresión”. (Deuteronomio 26:6-7). Tan importante fue esta historia de migración, esclavitud y liberación para el pueblo de Israel que se convirtió en el centro de una celebración litúrgica anual de recuerdo y gratitud. La ya citada afirmación de fe se recitaba solemnemente cada año en una liturgia de acción de gracias.
Se recuperaba así la memoria herida de las aflicciones y de las humillaciones sufridas por un pueblo inmigrante, extranjero en medio de un imperio; el recuerdo de su duro y arduo trabajo, del rechazo y del desprecio tan frecuentes para los extraños y forasteros que poseen una pigmentación de la piel, una lengua, religión o cultura diferentes. Pero era también la memoria de los actos de liberación, en los que Dios escuchó el sufrido y doloroso clamor de los inmigrantes. Y el recuerdo de otro tipo de migración, en búsqueda de una tierra donde pudiesen vivir en libertad, paz y justicia.
Xenofilia: hacia una teología bíblica de la migración
Migración y xenofobia son dilemas sociales globales muy serios. Pero también expresan urgentes retos para la sensibilidad ética de las personas religiosas y de buena voluntad. El primer paso que debemos dar es percibir este asunto desde la perspectiva de los migrantes a fin de prestar una cordial atención (esto es, desde lo profundo de nuestro corazón) a sus historias de sufrimiento, esperanza, coraje, resistencia y, como frecuentemente sucede en el sudoeste estadounidense o en las profundidades del Mediterráneo, muerte. Muchos de los emigrantes ilegales terminan siendo unos nadies, en el apropiado título del libro de John Bowe, gente desechable, en la atinada frase de Kevin Bales, o como Zygmunt Bauman patéticamente nos recuerda, vidas desperdiciadas.2
Su terrible situación no puede comprenderse sin considerar el aumento significativo de las desigualdades globales en estos momentos de desregularización internacional de la hegemonía financiera. Para muchos seres humanos la terrible alternativa se encuentra entre la miseria en su tierra tercermundista y la marginalidad en el rico Oeste/Norte, ambos funestos destinos íntimamente ligados.3
La situación se ha agravado agudamente con el éxodo de decenas de miles de niños y niñas que al intentar escapar de la miseria y la violencia imperantes en El Salvador, Honduras, Guatemala y México, se exponen a las inclemencias de las pandillas traficantes de seres humanos, los infames “coyotes”, para al final de ese arduo y peligroso peregrinaje enfrentar la detención, el escarnio y la deportación en la frontera sureña de los Estados Unidos. Su desesperada situación se ha convertido en una crisis humanitaria de dimensiones épicas.
Comenzamos este ensayo con la memoria litúrgica de un tiempo en el que el pueblo de Israel era extranjero en medio de un poderoso imperio, una comunidad socialmente explotada y culturalmente despreciada. Esa memoria formó parte de la sensibilidad de la nación hebrea. Su vulnerabilidad histórica fue un recordatorio de su impotencia pasada como inmigrantes en Egipto, pero también conllevó el reto ético de preocuparse por los extranjeros en Israel.
La preocupación por los extranjeros llegó a ser un elemento clave de la Torah, el pacto de justicia y rectitud entre Yahvé e Israel. “Cuando un extranjero resida con vosotros en vuestra tierra, no lo maltrataréis. El extranjero que resida con vosotros os será como un nacido entre vosotros, y lo amarás como a ti mismo, porque extranjeros fuisteis vosotros en la tierra de Egipto; yo soy el Señor vuestro Dios”. (Levítico 19:33s); “No oprimirás al extranjero, porque vosotros conocéis los sentimientos del extranjero, ya que vosotros también fuisteis extranjeros en la tierra de Egipto”. (Éxodo 23:9); “No oprimirás al jornalero pobre y necesitado, ya sea uno de tus conciudadanos o uno de los extranjeros que habita en tu tierra y en tus ciudades… No pervertirás la justicia debida al forastero… sino que recordarás que fuiste esclavo en Egipto y que el Señor tu Dios te rescató…” (Deuteronomio 24:14,17-18).
Los profetas reprenden constantemente a las élites de Israel y Judá por su injusticia social y su opresión de la población vulnerable. ¿Quiénes eran estas personas vulnerables? Los pobres, las viudas, los huérfanos y los extranjeros. “… los príncipes de Israel… han estado aquí para derramar sangre… trataron con violencia al extranjero y en ti oprimieron al huérfano y a la viuda” (Ezequiel 22:6s). Después de condenar la apatía religiosa del templo en Jerusalén, el profeta Jeremías presenta la siguiente alternativa: “Si en verdad hacéis justicia… y no oprimís al extranjero, al huérfano y a la viuda…” (Jeremías 7:6). Luego critica con duras palabras admonitorias al rey de Judá: “Practicad el derecho y la justicia, y librad al despojado de manos de su opresor. Tampoco maltratéis ni hagáis violencia al extranjero, al huérfano o a la viuda… Pero si no obedecéis estas palabras, juro por mí mismo –dice el Señor- que esta casa vendrá a ser una desolación” (Jeremías 22:3,5).
La orden divina de amar a los forasteros emerge de dos fundamentos. Uno, ya mencionado, es que los israelitas han sido extranjeros en una tierra que no era la suya (“porque vosotros fuisteis extranjeros en la tierra de Egipto”) y debían, por tanto, ser muy sensibles a la amarga angustia existencial de las comunidades que viven en una nación cuyos habitantes hablan una lengua diferente, veneran deidades diferentes, comparten distintas tradiciones y conmemoran diferentes eventos históricos fundacionales. La solidaridad con el extranjero y el forastero constituye, en estos textos bíblicos, una dimensión esencial de la identidad nacional de Israel. Pertenece a la naturaleza misma del pueblo de Dios.
Una segunda fuente de preocupación hacia los forasteros inmigrantes tiene que ver con la forma de ser y actuar de Dios en la historia: “El señor protege a los extranjeros” (Salmo 146:9), “Él hace justicia al huérfano y a la viuda, y muestra su amor al extranjero…” (Deuteronomio 10:18). Dios interviene en la historia favoreciendo a los más vulnerables: los pobres, las viudas, los huérfanos y los extranjeros. “Seré un testigo veloz contra… los que oprimen al jornalero en su salario, a la viuda y al huérfano, contra los que niegan el derecho del extranjero y los que no me temen, dice el Señor de los ejércitos” (Malaquías 3:5). La solidaridad con los marginados y excluidos corresponde directamente con el ser y la actuación de Dios en la historia.
Podríamos detenernos justo aquí con estos bonitos textos de xenofilia, de amor hacia el extranjero. Pero sucede que la Biblia es un libro desconcertante. Contiene una multitud de voces inquietantes, una perpleja polifonía que frecuentemente complica nuestras hermenéuticas teológicas. Al prestar atención a muchos de los dilemas éticos claves, nos encontramos a menudo en la Biblia con perspectivas conflictivas y contradictorias. Frecuentemente saltamos de nuestros laberintos contemporáneos a uno escritural siniestro y oscuro.
En la Biblia hebrea hallamos afirmaciones con marcado y desagradable sabor de xenofobia nacionalista. Levítico 25 es normalmente leído como el texto clásico de la liberación de los israelitas que han caído en la esclavitud de las deudas. Muy elocuentemente manifiesta el famoso versículo 10: “Proclamaréis libertad por toda la tierra para sus habitantes”. Pero también contiene una distinción nefasta: “En cuanto a los esclavos y esclavas que puedes tener de las naciones paganas que os rodean, de ellos podréis adquirir esclavos y esclavas. También podréis adquirirlos de los hijos de los extranjeros que residen con vosotros, y de sus familias… ellos también pueden ser posesión vuestra… Os podréis servir de ellos como esclavos…” (Levítico 25: 44-46).
Y ¿qué decir sobre el terrible destino impuesto a las esposas extranjeras (y sus hijos) en los epílogos de Esdras y Nehemías (Esdras 9-10, Nehemías 12:23-31)? Ellas fueron expulsadas, exiliadas, como una fuente de impureza y de contaminación de la fe y la cultura del pueblo de Dios.4 El rechazo de las esposas extranjeras en los textos bíblicos de Esdras y Nehemías no parece muy diferente de la xenofobia contemporánea: aquellas esposas extranjeras tenían un legado lingüístico, cultural y religioso diferente – “De sus hijos… la mitad no podía hablar la lengua de Judá, sino la lengua de su propio pueblo. Y contendí con ellos y los maldije, herí a algunos de ellos y les arranqué el cabello” (Nehemías 13:24-25). Tampoco debemos olvidar las atroces normas sobre la guerra que prescriben para la esclavitud forzada o aniquilación de los pueblos a los que Israel encontrara en su camino hacia “la tierra prometida” (Deuteronomio 20:10-17). Estos son, de acuerdo con la correcta expresión de Phyllis Trible, “textos de terror”.5
Este es un constante e irritante modus operandi de la Biblia. Vamos a ella en búsqueda de soluciones simples y claras para nuestros enigmas éticos, sin embargo, termina exacerbando nuestra perplejidad. ¿Quién dice que la Palabra de Dios supuestamente nos facilita las cosas? ¿No hemos olvidado, sin embargo, algo crucial: Jesucristo? ¿Cuál es la postura de Cristo hacia los extranjeros?
Podemos encontrar algunas pistas de la perspectiva de Jesús en relación con los menospreciados o los extranjeros en su actitud hacia los samaritanos y en su dramática y sorprendente parábola escatológica sobre el verdadero discipulado y la verdadera fidelidad (Mateo 25:31-46). Los judíos ortodoxos menospreciaban a los samaritanos como posibles fuentes de contaminación e impureza. Pero Jesús no se inhibió en absoluto de conversar amigablemente con una mujer samaritana de dudosa reputación, derrumbando la barrera de exclusión entre judíos y samaritanos (Juan 4:7-30). De los diez leprosos que una vez sanó Jesús, solo uno volvió para expresar su gratitud y reverencia, y la narración del evangelio enfatiza que “era un samaritano” (Lucas 17:11-19). Finalmente, en la famosa parábola que ilustra el importante mandamiento de “ama a tu prójimo como a ti mismo” (Lucas 10:29-37), Jesús contrasta la justicia y la solidaridad de un samaritano con la negligencia y la indiferencia de un sacerdote y un levita. La acción de un samaritano tradicionalmente menospreciado se exalta como paradigma de amor y solidaridad a ser emulada.
En la extraordinaria parábola del juicio de las naciones, del evangelio de Mateo (25. 31-46), ¿quiénes son, según Jesús, los bendecidos por Dios y herederos del reino de Dios? Aquellos que a través de sus actos se preocupan por el hambriento, el sediento, el desnudo, el enfermo y los presos, que amparan con marcada solidaridad a los seres humanos más marginados y vulnerables. También aquellos que acogen a los extranjeros y les ofrecen hospitalidad; que son capaces de superar exclusiones nacionalistas, el racismo y la xenofobia y se atreven a abrazar y cobijar al extraño, las personas en nuestro entorno con una piel, una lengua, una cultura y unos orígenes nacionales diferentes. Ellos forman parte de la indefensión de los indefensos, de la pobreza de los pobres, en palabras del famoso Franz Fanon, “los despreciados de la tierra”, o en el poético lenguaje de Jesús, “los más pequeños”.
¿Por qué? Y aquí nos encontramos con una afirmación estremecedora: porque ellos, esos marginados y excluidos, en su impotencia y vulnerabilidad, constituyen la presencia sacramental de Cristo. “Porque tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber; fui forastero y me recibisteis; estaba desnudo y me vestisteis…” (Mateo 25:35). La vulnerabilidad de los seres humanos llega a ser, de una forma misteriosa, la presencia sacramental de Cristo en nuestro entorno. Esta presencia sacramental de Cristo llega a ser, para las primeras generaciones de las comunidades cristianas, la matriz del concepto básico de hospitalidad, philoxenia, hacia las personas necesitadas que no tienen un lugar donde descansar, una virtud en la que insiste el apóstol Pablo (Romanos 12:13).
El autor de la carta a los Efesios proclama a las pequeñas y frágiles comunidades cristianas religiosamente despreciadas y socialmente marginadas: “Ya no sois extranjeros ni advenedizos, sino que sois conciudadanos…” (Efesios 2:19). Es posible que el autor de esta misiva tuviera en mente la peculiar visión del Israel postexílico desarrollada por el profeta Ezequiel. Ezequiel recalca dos diferencias entre el antiguo Israel y el postexílico: la erradicación de la injusticia social y la opresión (“Así mis príncipes no oprimirán más a mi pueblo” Ezequiel 45:8) y la eliminación de la distinción legal entre ciudadanos y extranjeros: “La sortearéis (la tierra) como heredad entre vosotros y los forasteros en medio de vosotros y que hayan engendrado hijos entre vosotros. Y serán para vosotros como nativos entre los hijos de Israel; se les sorteará herencia con vosotros entre las tribus de Israel. En la tribu en la cual el forastero resida, allí le daréis su herencia, declara el Señor Dios” (Ezequiel 47: 21-23).
Una perspectiva teológica ecuménica, internacional e intercultural
Se requiere contrarrestar la xenofobia que contamina el discurso público en muchas naciones, repudiando enérgicamente la exclusión del extranjero, del forastero, del “otro”6, y por el contrario, proponiendo y encarnando una postura existencial y eclesiástica que denominamos xenofilia, un concepto que incluye hospitalidad, amor y preocupación por el extranjero. En momentos de crecimiento de la globalización económica y política, cuando en megalópolis como Nueva York, Londres, París, Madrid o Ciudad de México convergen muchas y diferentes culturas, lenguas, memorias y legados, xenofilia debe ser nuestro deber y vocación, como una afirmación de fe no solo de nuestra humanidad común, sino también de la prioridad ética ante los ojos de Dios de aquellos que son seres vulnerables y que viven en las sombras y en los márgenes de nuestras sociedades.
Hay una tendencia entre muchos expertos y líderes públicos a entrelazar su discurso sobre los inmigrantes tratándoles principal o incluso exclusivamente como trabajadores, cuya labor podría contribuir o no al bienestar de los ciudadanos nacionales. Esta clase de discurso público tiende a objetivar y a deshumanizar a los inmigrantes. Esos inmigrantes son seres humanos, concebidos y diseñados, de acuerdo con la tradición cristiana, a la imagen de Dios. Merecen ser plenamente reconocidos como tales, tanto en la letra de la ley como en el espíritu de la praxis social. Cualquiera que sea la importancia de los factores económicos de la nación receptora, desde una perspectiva teológica ética lo crucial debe ser el bienestar existencial de los “más pequeños”, de los miembros más vulnerables y marginados de la humanidad de Dios, entre los cuales se encuentran aquellos que emigran fuera de su tierra natal, constantemente escrutados por la degradante mirada de muchos ciudadanos nativos.
Una preocupación que alimenta el recelo hacia los residentes extranjeros son las posibles consecuencias para la identidad nacional, entendida como una esencia ya fijada. Este es un recelo que se ha extendido por todo el mundo occidental, propagando actitudes hostiles hacia las ya marginadas y privadas de derechos comunidades de exiliados y extranjeros, percibidas como fuentes de “contaminación cultural”. Lo que se olvida con esto es, primero, que las identidades nacionales son construcciones diacrónicamente constituidas mediante intercambios con personas de herencias y tradiciones culturales diferentes y, segundo, que la alteridad cultural, el intercambio social con el “otro”, puede y debe ser una fuente de transformación y enriquecimiento de nuestra propia cultura nacional.
La intensidad de las desigualdades sociales ha hecho de la fuerza migratoria de trabajo una cuestión crucial. Esta es una situación que requiere un riguroso análisis desde: 1) un horizonte ecuménico universal; 2) un profundo entendimiento de las tensiones y malentendidos que surgen de la proximidad de las personas con tradiciones y memorias culturales diferentes; 3) una perspectiva ética que privilegie el apuro y las aflicciones de los más vulnerables como voces sumergidas y silenciadas de extranjeros que necesitan ser descubiertos; y 4) para las comunidades e iglesias cristianas, una sólida base teológica ecuménicamente concebida y diseñada.
Concluyo con unos versos de la canción del cantautor español Pedro Guerra, Extranjeros, que alude a las angustias y esperanzas de millones de seres humanos que migran en búsqueda de un futuro de mayor significado existencial:
“Están por ahí, llegaron de allá
sacados de luz, ahogados en dos
vinieron aquí, salvando la sal
rezándole al mar, perdidos de Dios
Gente que mueve su casa
sin más que su cuerpo y su nombre
Gente que mueve su alma
sin más que un lugar que lo esconde
Por ser como el aire su patria es el viento
Por ser de la arena su patria es el sol
Por ser extranjero su patria es el mundo
Por ser como todos su patria es tu amor”.
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  1. Franz Fanon, Peau Noir, Masques Blancs (Paris: Éditions du Seuil, 1952). [↩]
  2. John Bowe, Nobodies: Modern American Slave Labor and the Dark Side of the New Global Economy (New York: Random House, 2007); Kevin Bales, Disposable People: New Slavery in the Global Economy (Berkeley, CA: University of California Press, 2004); Zygmunt Bauman,Wasted Lives: Modernity and Its Outcasts (Cambridge: Polity, 2004). [↩]
  3. Peter Stalker, Workers Without Frontiers: The Impact of Globalization on International Migration (Geneva: International Labor Organization, 2000). [↩]
  4. Para un cuidadoso análisis de la teología xenófoba y misógina que se esconde en Esdras y Nehemías, ver Elisabeth Cook Steicke, La mujer como extranjera en Israel: Estudio exegético de Esdras 9-10 (San José, Costa Rica: Editorial SEBILA, 2011). [↩]
  5. Phyllis Trible, Texts of Terror: Literary-Feminist Readings of Biblical Narratives (Philadelphia: Fortress Press, 1984). [↩]
  6. Miroslav Volf, Exclusion and Embrace: A Theological Exploration of Identity, Otherness, and Reconciliation (Nashville: Abingdon Press, 1996). [↩]

sábado, 25 de febrero de 2017

TEOLOGIA DE LA DESIGUALDAD

Teología de la desigualdad

CastilloUna teología de la desigualdad, nunca definida pero claramente aplicada, se encuentra bien formulada en el vigente Código de Derecho Canónico de la Iglesia católica. En el Código, como sabemos, las mujeres no son iguales en derechos a los hombres. Ni los laicos son iguales a los clérigos. Ni los presbíteros tienen los mismos derechos que los obispos. Ni los obispos se igualan con los cardenales. Y conste que no hablo de los poderes inherentes al gobernante, sino de los derechos que son propios de las personas. Ya sé que todo esto necesitaría una serie de precisiones jurídicas y teológicas, que aquí no tengo espacio para explicar. Para lo que en esta reflexión quiero indicar, valga lo dicho como mera introducción a la teología de la desigualdad en la Iglesia.
Como punto de partida, no olvidemos que la religión es generalmente aceptada como un sistema de rangos, que implican dependencia, sumisión y subordinación a superiores invisibles (W, Burkert). Superiores que se hacen visibles en jerarquías que hacen cumplir los rituales de sumisión, según las diversas religiones y sus estructuras correspondientes. En el caso de la Iglesia, durante los tres primeros siglos, las originales comunidades evangélicas fueron derivando hacia un “sistema de dominación”, con las consiguientes desigualdades, que todo sistema de dominación produce, y que quedó establecido en la Antigüedad Tardía (J. Fernández Ubiña, ed.). Este sistema, como es bien sabido, alcanzó la cumbre de su fortaleza en su expresión máxima, la “potestad plena” (ss. XI al XIII). Un poder que se ejercía conforme a la normativa del Derecho romano (Peter G. Stein), que no reconoció la igualdad “en dignidad y derechos” de mujeres, esclavos y extranjeros.
Como es lógico, este sistema, no ya basado en las “diferencias”, sino en las “desigualdades”, sufrió el golpe más duro, que podía soportar, en las ideas y las leyes que produjo la Ilustración, concretamente en la Declaración de los Derechos del hombre y del ciudadano, que aprobó la Asamblea Francesa, en 1789. Un documento que fue denunciado y rechazado por el papa Pío VI. Lo que fue el punto de partida del duro enfrentamiento entre la Iglesia y la cultura de la Modernidad. Un enfrentamiento que se prolongó durante más de siglo y medio, hasta después de la segunda guerra mundial.
Naturalmente, esta legislación y esta forma de entender la presencia de la Iglesia en la sociedad se tenía que justificar desde una determinada teología. La teología de la desigualdad, que el papa León XIII recogió de una tradición de siglos, para rechazar las enseñanzas de los socialistas, que, a juicio de aquel papa “no dejan de enseñar… que todos los hombres son entre sí iguales por naturaleza” (Enc. Quod Apostolici. ASS XI, 1878, 372). Cuando en realidad, para León XIII, “La desigualdad, en derechos y poderes, dimana del mismo Autor de la naturaleza”. Y tiene que ser así, “para que la razón de ser de la obediencia resulte fácil, firme y lo más noble” (ASS XI, 372).
Así, el papado de aquellos tiempos pretendió aplicar a la sociedad civil el principio determinante del sistema eclesiástico, que quedó formulado por el papa Pío X, en 1906: “En la sola jerarquía residen el derecho y la autoridad necesaria para promover y dirigir a todos los miembros hacia el fin de la sociedad. En cuanto a la multitud, no tiene otro derecho que el de dejarse conducir y, dócilmente, el de seguir a sus pastores” (Enc. Vehementer Nos, II-II. ASS 39 (1906) 8-9). La teología de la desigualdad quedó bien formulada, como una teoría y una práctica que, con otras palabras, ya había sido formulada desde Gregorio VII (s. XI) y afianzada por Inocencio III (ss. XII-XIII).
Uno de los componentes determinantes de la cultura es la religión. Por eso, una cultura como es el caso de lo que ha ocurrido en Occidente durante tantos siglos, la teología de la desigualdad ha marcado la mentalidad, el Derecho, la política, las costumbres y las convicciones, de la cultura occidental, mucho más de lo que seguramente imaginamos.
El contraste con esta teología está en el Evangelio. Jesús quiso, a toda costa, la igualdad en dignidad y derechos de todos los seres humanos. Por eso se puso de parte de los más débiles, de los más despreciados, de los más desamparados. Esto supuesto, yo me pregunto por qué hay tanta gente de la religión – o muy religiosa – que no disimula su rechazo y hasta su enfrentamiento con el papa Francisco. Más aún, yo me pregunto también si el profundo malestar, y hasta la indignación, que se está viviendo ahora mismo en España, no tendrá algo (o mucho) que ver con la teología de la desigualdad y sus defensores, los clérigos de alto rango. Es más, yo me atrevo a preguntar si España está preparada, en este momento, para aguantar un cambio tan radical, en nuestras leyes, jueces y fiscales, que no fueran los “robagallinas”, sino los más altos dirigentes de la política y de la economía los que se echaran a temblar.
¿Es o no es importante la teología de la desigualdad? En todo caso, yo no tengo soluciones. Ni esa es mi tarea en la vida. Me limito a plantear preguntas, que nos obliguen a todos a pensar.

sábado, 14 de enero de 2017

MR. TRUMP GOES TO WSHINGTON

PUERTORRO BLUES

Por Edgardo Rodríguez Juliá
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Mr. Trump goes to Washington

En “Mr. Smith goes to Washington”, película estrenada en 1939, el director Frank Capra crea un personaje que pretende irrumpir en la complacencia e intrigas políticas de Washington. Mr. Smith resulta el anti Trump, es decir, es humilde e irresoluto, algo tímido y con corazón puro; la interpretación que logró Jimmy Stewart del personaje está matizada por esa mitología muy norteamericana, antes expuesta en “Mr. Deeds goes to town”, del alma noble de un “outsider”, un “maverick” que pretende enderezar los cínicos entuertos de la gran ciudad, en un caso, y del supremo centro del poder político en el otro. Mientras Donald Trump se inserta en la mitología yanqui con toda su vulgaridad y fanfarronería, Smith-Stewart nos seduce con su inocencia. El punto culminante de la película, su filibusterismo en el Congreso, resulta cómico y a la vez trágico. Trump es la perversión de ese mito norteamericano; la substancia de su triunfo es un fenómeno más cultural que político.
Tuve la certeza de que ganaría y me revolvía el estómago la posibilidad de que ganase. Era como contemplar la posibilidad de un 911 de la condición ética y espiritual del pueblo norteamericano, esta vez una desgracia autoinfligida, y con poca simpatía del mundo. 
Que esta nueva manifestación del etnocentrismo paranoide norteamericano, a la manera del senador Joseph McCarthy, se haya convertido en presidente de la nación más poderosa del mundo, aterra, también a muchos que votaron por él. Sabemos, por estudios serios, que el público elector norteamericano es uno de los más ignorantes del mundo, tanto en política interna como exterior. Sólo son superados por los italianos, que ya tuvieron la pesadilla de su Berlusconi. Otro candidato a la presidencia, Gary Johnson, los retrató: “Aleppo?... What’s Aleppo?”. 
Trump siguió la máxima de Goebbels de que una mentira repetida muchas veces se convierte en verdad. Su desparpajo y descaro jamás se había visto en la política reciente norteamericana: “I know about ISIS more than the generals, believe me.” Uno se pregunta qué será del proyecto guerrerista insinuado por esa aseveración, aventurerismo que hoy por hoy no admitiría la posibilidad de un servicio militar obligatorio. ¿A qué precio se mantendrá el Imperio, ese “respeto” internacional que tanto reclama Trump como perdido? Hay algo perturbador en un hombre que dirigirá un Imperio y su propia mujer considera un “boy”, un muchacho travieso que “tuitea” a todas horas. Nos tranquiliza que estén ahí los generales que saben menos que él. Asombra que se burle ante sus seguidores de su propia demagogia, ahora pasadas las elecciones: “Lock her up! We had great fun with that, great fun!” Asusta la impunidad. 
Más que la garantía de estabilidad en el mundo, Calígula-Trump quisiera garantizar, para el blanco norteamericano, la recuperación de su país. Cuando proclamaba “We will have back the White House”, insinuaba lo que siempre manifestó desde el comienzo del mandato de Obama, es decir, su ilegitimidad como usurpador de un poderío que se identifica con el blanco, rubio y de ojos azules, combinación esta que fascinó a la mismísima Sarah Palin cuando le dio su respaldo. Obama, un hombre elocuente, brillante y discreto, íntegro, aunque con una tendencia a la arrogancia ?como en el caso de Oscar López?, era el intruso, el Presidente fraudulento, nacido supuestamente en Kenia. Todo el legado de Obama ?antes que nada, el Obamacare? será su blanco al llegar a Casa Blanca. Como los buenos revisionistas de la antigua Unión Soviética, se trata de borrar a Obama de la historia estadounidense, si posible dejar un hueco en el sitial del presidente cuarenta y cuatro.
La coalición de negros, latinos, mujeres educadas, jóvenes y gays no bastó para detenerlo. Una clase obrera blanca, descuidada por el Partido Demócrata, salió a votar por él en cruzada. Un deseo de cambio doméstico se da de bruces contra una posible estabilidad internacional. La diferencia entre la política Imperial y la doméstica no existe para el etnocentrismo yanqui, con su siempre latente tendencia al aislacionismo.
En el antiguo Imperio Romano nacer en provincia no descalificaba al ciudadano para llegar a ser Emperador. Adriano y Trajano nacieron en Hispania, flaca esperanza ésta para algunos penepés de Guaynabo. Haber nacido en Hawái, de padre negro y madre blanca, convertía a Obama no solo en “outsider” sino en alguien doblemente dañado: para el fundamentalismo cristiano sería fruto de un pecado original ?la mezcla de razas? que la esclavitud jamás perdonó; esta es la otra obsesión de la derecha de Trump, con su fuerte resentimiento racista. Ese resentimiento cultivado por el Partido Republicano, durante ocho años, dio sus resultados. Trump simplemente recogió la cosecha. El Presidente Trump no es siquiera una buena persona; eso lo sabemos. Pero ¿cuándo la más elemental decencia ha podido más que el nacionalismo y el racismo? Mucho se ha hablado de ese voto que sirvió para capturar el voto de la clase media obrera norteamericana, tan golpeada por la globalización, la última variedad de un capitalismo que siempre ha marginado y dejado atrás a muchos. Pero más que una argumentación sobre la economía, esta elección fue un referéndum sobre la cultura, la identidad, cada vez más problemática, de la nación estadounidense. Dos cuatrienios ganados por un negro, la continuidad de esos dos por una mujer presidente, de gran inteligencia y experiencia política, resultó demasiado para un país conservador y todavía racista. Lección esta para Jenniffer González y Ricky Rosselló ?un adepto de Trump tildó a los puertorriqueños de “invaders”?, y que aprenderán tan pronto ejecuten el Plan Tennessee y Trump construya su muro, porque la estadidad solo tendrá tufo y ambiente malsano en esta recién comenzada nueva era de la supremacía blanca yanqui.