viernes, 21 de noviembre de 2014

¿UN SINODO PARA ESO?

¿Un Sínodo para eso?

Arregi
Es un honor para ATRIO que Arregi siga enviándonos, quincenalmente ahora, sus artículos. Ninguno dejaremos de publicarlo y le agradecemos todos, incluso cuando, como en el de hoy, su valoración de un sínodos con una encuesta inicial y dos etapas no coincida con lo que aquí otros hemos expresado. Por eso mismo es más valioso aún este artículo de hoy.¡Gracias, José! AD.
Hace un mes finalizó en Roma la primera fase del Sínodo católico sobre la familia, que abrió un año de reflexión eclesial hasta octubre del 2015. Entonces tendrá lugar el Sínodo General propiamente dicho. Seguimos, pues, en sínodo, palabra griega que significa “camino en compañía”. Eso es ser Iglesia: ser compañeros de camino, seguir a Jesús juntos y libres. Eso es la vida: un viaje compartido.
“Que cada uno hable con libertad, y escuche con humildad”, dijo el papa Francisco en la víspera de la inauguración. Así sea. Así quiero hacer, pues lo que vale para los obispos ha de valer para todos los que somos Iglesia, compañeros de viaje.
Fueron 253 partícipes, la mayoría obispos, venidos de todo el mundo, alojados en Roma durante más de dos semanas. ¿Era necesario? ¿No bastaban el correo electrónico, la videoconferencia o las reuniones online? Tantos obispos célibes hablando de la familia, perorando sobre cuestiones que la inmensa mayoría de la gente, incluidos católicos y curas de siempre, resolvieron hace tiempo… ¿Merecía la pena?
De ningún modo diré que la familia sea un asunto menor. Ella nos engendra y moldea. Merecería la pena reunir en el Vaticano no solo a 200 obispos, sino a miles de hombres y mujeres de todos los pueblos y culturas, y gastar lo que fuera para poner remedio a las grandes heridas que la aquejan: el paro y la pobreza, la falta de vivienda, la violencia y la desigualdad de género, el miedo al futuro, el fracaso del amor…
Pero no fueron ésos los temas que más interesaron a los padres sinodales. Ni se oyeron apenas voces para reclamar una seria reflexión eclesial sobre los profundos cambios culturales que están afectando a las estructurales tradicionales de la familia. Ningún apunte crítico sobre la cuestión del “género”, es decir, la construcción social de roles del varón y de la mujer. Ninguna alusión a la desvinculación entre relación sexual y procreación, hecho nuevo y transcendental en la historia de la humanidad. Ninguna referencia al gravísimo problema demográfico, y sí duros juicios condenatorios de la “mentalidad antinatalista”. Ningún atisbo de reconocimiento de la santidad y del valor sacramental del amor homosexual. Ninguna insinuación de un posible replanteamiento de la doctrina tradicional de la indisolubilidad del matrimonio. Ninguna sugerencia sobre la necesidad de revisar la doctrina de la Humanae Vitaede Pablo VI (1968), que prohíbe bajo pecado mortal toda medida o método anticonceptivo que no sea la continencia sexual (condenan todo lo que no sea “natural”, pero toman pastillas “no naturales” para la gripe o el colesterol). Y  ni rastro de autocrítica en  nada.
A pesar de todo, muchos han saludado esta primera fase sinodal y el documento emanado de ella como el preludio de una explosión primaveral, como el inicio imparable de una profunda transformación doctrinal. ¡Ojalá lo sea, y esté yo equivocado, y se me conceda la gracia de verlo! Pero hoy no lo veo.
Preveo, sí, que el papa Francisco, tras el Sínodo General del año próximo, dé tres tímidos pasos, a saber: 1) Invitación a acoger con misericordia a los homosexuales (como si fueran enfermos o pecadores); 2) Posibilidad de que algunos divorciados con nueva pareja puedan comulgar, a condición –humillante condición– de que se confiesen culpables de su fracaso matrimonial y se comprometan a no reincidir (Jesús no humilló a nadie de esta manera); 3) Agilización y abaratamiento del proceso de nulidad matrimonial (un artificio para no reconocer algo muy simple: que dondequiera que  haya amor hay sacramento de Dios, y que solo hay sacramento mientras hay amor). Eso será todo. ¿Hacía falta tanta alforja para ese viaje? Ésos son problemas de obispos, no de la gente. La gente sufre por otros motivos. Escuchen a la gente, escuchen a la vida.
La Vida sigue pujando en el pequeño corazón latiente de los hombres y mujeres de hoy, creyentes o no. El Espíritu y el Amor habitan en los matrimonios que los obispos llaman “irregulares”, en los diferentes tipos de familias con sus alegrías y angustias de cada día, en las personas que fracasaron en su amor y rehacen su vida con otra pareja. Ellos no fueron ni serán llamados al Sínodo, pero la Vida los guía.
(Publicado el 16-11-2014 en DEIA y los Diarios del Grupo Noticias)

miércoles, 29 de octubre de 2014

RELIGION Y SEXUALIDAD

Religión y sexualidad

Arregi“¿Sexualidad y religión forman buena pareja?”. Así se anunciaba un debate en el que participé el pasado mes de agosto en Larzac, bellísimo altiplano de Occitania (Francia), donde pastan miles de ovejas y se fabrica queso Roquefort.
Podría decirse, siguiendo con el símil, que sexualidad y religión se llevaron bien al principio, durante mucho tiempo, hasta que la segunda quiso someter a la primera. La sexualidad se sentía habitada por el Misterio Sagrado: la presencia del otro, el placer del encuentro, el milagro de la nueva vida que nace. Pero también se sentía rodeada de amenazas: no hay relación sin conflictos ni hay vida sin muerte.
El conflicto y la muerte son el precio de ese maravilloso invento de la Vida –maravillosa aventura– que es la sexualidad en orden a crear nuevas formas y especies de vida cada vez más complejas; las células que se multiplican reproduciéndose a sí mismas son inmortales, pero nunca pasan de ser perpetua repetición de lo mismo. Y la Vida busca novedad y evolución, pero también desea la difícil armonía de las partes, y no quiere ser devorada por la muerte. Así pues, como la vida misma, la sexualidad está rodeada de misterio y de peligros. Y ambos la llevaron a acercarse a la religión.
¿Y la religión? La religión fue “al principio” una fuente de aliento, más que un sistema religioso. Un ámbito sagrado de comunión, un horizonte de confianza, un camino amplio y libre para acceder a los bienes más excelsos que la Vida intuía en el fondo de su aventura sexual: la dicha de la relación y la plenitud de la vida sin fin. Cuando digo “al principio”, no me refiero a un tiempo, sino a la hondura de la Vida.
La religión fue infiel a sí misma: se olvidó de ser atención, cuidado, aliento, y se volvió sistema. Las religiones se volvieron fortalezas de poder patriarcal, guardianas del orden, autoritarias y celosas. Quisieron controlar la sexualidad y someterla a sus creencias y supersticiones, a sus normas y tabúes, y reducirla a simple función de la reproducción, mirando con recelo, cuando no condenando, todo placer sexual que no se orientara a la reproducción. “Entonces”, la sexualidad rompió con la religión y la expulsó de su casa –su templo de carne–. Y así es en nuestros días. Todavía hoy, cuando la sexualidad se ha liberado incluso de la función reproductiva, las religiones se empeñan por todos los medios en seguir ejerciendo el control sobre ella, pero ya no lo consiguen más que en reductos marginales de un mundo pasado. La sexualidad ha roto con los sistemas religiosos, porque los sistemas religiosos han roto con la vida.
En el debate de Larzac se proyectó primero el film israelí Kadosh. Narra la tragedia de dos hermanas del barrio judío ultraortodoxo de Jerusalén. La mayor, Rivka, está casada con Meir, y no tienen hijos; el rabino decide que la Torah obliga a Meir a repudiar a su esposa, dando por sentado que la esterilidad es cosa de la mujer y que una mujer estéril es un cántaro rajado, inútil. La pequeña, Milka, está enamorada de Jakob, pero es obligada a casarse con Joseph, un joven rabino. Dos mujeres rotas. Solo podrá sobrevivir la que se rebele contra ese orden religioso fundamentalista, asfixiante.
“Me ahogo”, dice Milka. Deja la familia, sale de Jerusalén. Al fondo se divisa la conocida vista panorámica: la explanada del antiguo templo judío, la Cúpula Dorada y la mezquita Al-Aksa, las torres de las basílicas cristianas. ¿Qué es, pues, realmente Kadosh, santo? Es aquello que permite respirar. Es el amor, con transgresión incluida.
¿Pero cómo es que las religiones han acabado queriendo someter la sexualidad hasta asfixiarla, declarándola impura? “Al principio” no fue así, sobre todo en las grandes religiones monoteístas. ¿No leemos en la Biblia judía el Cantar de los Cantares, tan bello y desinhibido y tan poco “religioso”? ¿No ha reconocido el cristianismo en el amor carnal un sacramento de “Dios”? ¿No han exaltado los poetas musulmanes el erotismo más refinado en los tonos más líricos?
Pero no basta con apelar a los orígenes o a los textos sagrados, pues en los orígenes de todas las grandes religiones y en sus textos sagrados están presentes también el machismo, la homofobia y la repulsa del sexo. Las religiones deben eliminar esos y otros residuos de un mundo pasado, aunque “esté escritos” en sus textos sagrados. Solo así podrán volver a su verdadero “origen”, inspirarse en la Vida e inspirar vida.
(Publicado el 19-10-2014 en DEIA y los Diarios del Grupo Noticias)

martes, 28 de octubre de 2014

CRISIS FUFI SANTORI


De El Nuevo Día

Fufi Santori

27 de octubre de 2014

CRISIS

Cada cierto tiempo la sociedad 'americana’ se estremece con homicidios infantiles. En el más reciente, un 'teenager' en una escuela de Seattle, Washington mató a una de sus compañeras  e hirió a otros cuatro antes de quitarse la vida (una de las heridas murió en el hospital).  El pistolero lo hizo con un arma propiedad de su padre.
Niños matando niños. Esta modalidad criminal  parece ser exclusividad de los Estados Unidos de América. ¿Cómo explicarlo?
La violencia que se genera en esa nación surge de una agresividad que se procura, se desarrolla y se glorifica como indispensable en una personalidad ganadora. O sea, exitosa. Por eso,  en ese mare magnum de vida competitiva en la que al prójimo se vence en vez de ayudarse, se promueve el individualismo salvaje, ese que  no permite afectos ni consideraciones que pongan en riesgo el triunfo o sea, la consecución de una meta.
“Winning is everything" es un  aforismo que les llega del deporte y los embriaga al punto de insensibilizarlos en cuanto a los verdaderos valores de la experiencia deportiva que, además de salubristas deben darle prioridad al compartir sobre el competir.
Esa meta que define el triunfo y el éxito en una sociedad capitalista casi siempre es la acumulación de capital; dinero que una vez adquirido se multiplica según lo disponen las reglas del sistema de libre empresa sentando así las bases para desigualdades económicas que definen las clases sociales acentuándose  las diferencias en haberes entre el rico y el pobre o el patrono y el empleado quien, depende de su salario para sobrevivir siendo muy improbable  que pueda lograr hacerse de un capital que lo libere de la esclavitud salarial (wage slavery).
Fue dramático y trágico el despido de un centenar de empleados de Univisión que, de la noche a la mañana se quedaron sin los ingresos que por años recibían para cumplir con sus obligaciones económicas y así mantener a sus familias con cierta calidad de vida decente. Lamentablemente  en  las estrategias corporativas  hay muy poco  espacio para los afectos y todo gira en torno a la acumulación de riqueza para justificar la existencia de la empresa. Al no tener inherencia en las decisiones de cómo se distribuyen las  ganancias de la corporación, el obrero no puede asegurarse una justa participación de la riqueza que él, con su trabajo, ayudó a crear.
Y NO HAY PEOR DICTADURA QUE LA DEL MERCADO
Además, es inherente a la filosofía del capitalista la creencia de que es la empresa la que mantiene al asalariado y no la mano de obra de éste el que enriquece a la empresa.
El caso de Estados Unidos es el de mayor relevancia mundial dado su inconmensurable riqueza complementada por la fuerza militar más poderosa del planeta, combinación que lleva a su gobierno  a influir sobre la vida y economías del resto del mundo y hasta determinar quiénes son los buenos y quienes son los malos en el universo humano. Su sistema democrático de gobierno, tantas  veces vulnerado por la codicia, la corrupción y el prejuicio racial constituye un velo que oculta el tantas veces invisible poder de las oligarquías económico- militares al servicio de los dueños del capital, los ricos, que con sus propósitos  escandalosamente egoístas, propician una desigualdad abismal entre los que tienen y los que no tienen en una proporción que ubica el 60% de la riqueza del país en manos de un  2% de la población.
Ese todos contra todos del libre mercado que glorifica la competencia es un semillero de conflictos que  lleva a la humanidad muy aprisa por el camino de la autodestrucción.   
Solamente  una vacuna de  generosidad (sin adulterar) podría librarnos de ese  ébola sociológico.

miércoles, 24 de septiembre de 2014

EL FUTURO DEL EVANGELIO JOSE MARIA CASTILLO

El futuro del Evangelio

17.09.14 | 12:12. Archivado en Iglesia católica
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La estimación comúnmente aceptada entre los expertos sitúa los orígenes del ser humano en torno a los cien mil años (Ernst Mayr, Bioastronomy News, 7, 3 (1995). De esos cien mil años, unos siete mil nos son suficientemente conocidos, ya que es en el tercer milenio (a. C.) donde se sitúa el “nacimiento de la civilización”, cuando en Oriente Medio (Mesopotamia) aparecieron la agricultura, la metalurgia y la escritura (Jean Bottéro, Mésopotamie, Paris, 1987, 8). Nacieron así lasprimeras “ciudades-estado”, con su organización, sus jerarquías y las consiguientes desigualdades sociales. Y fue entonces cuando dieron la cara dos grandes fenómenos culturales que han crecido sin cesar hasta el día de hoy: la evolución de la tecnología y la evolución social. Pero ahora caemos en la cuenta de que estos dos grandes fenómenos, que han marcado la historia de la humanidad, han crecido en sentido opuesto: la evolución tecnológica como progreso imparable, la evolución social como degradación inhumana que ahonda cada día más y más las desigualdades, las humillaciones y el sufrimiento de los mortales. (María Daraki, Las tres negaciones de Yahvé, Madrid, 2007, 8).
¿Qué papel ha desempeñado el Evangelio en esta apasionante y amenazante historia de la humanidad? Por los datos más fiables que nos proporcionan los cuatro evangelios, sabemos que Jesús tenía muy claro el peligro que representan, en la historia de los mortales, el dinero de los ricos y el poder de los grandes. De ahí que “servir al dinero” y “servir a Dios” son dos cosas incompatibles (Mt 6, 24). Como “mantener riquezas” y “seguir a Jesús” son igualmente incompatibles (Mc 10, 17-31). Y en cuanto al asunto del poder de los grandes de este mundo, Jesús fue tajante: lo que hacen es “dominar” y “tiranizar” (Mt 20, 25). Por eso, el mismo Jesús cortó en seco las apetencias de poder y mando que ya asomaron en los primeros apóstoles (Mt 20, 26; Lc 22, 25-26). Y el ejemplo supremo lo dio el propio Jesús cuando, al despedirse de sus discípulos, hizo con ellos el oficio de un esclavo (Jn 13, 1-15).
Más aún, las tres grandes preocupaciones de Jesús, un hombre profundamente religioso (por su relación con el Padre y su frecuente oración), no fueron de orden religioso, sino preocupaciones laicas, comunes a todos los humanos: la salud de los enfermos (relatos de curaciones), compartir mesa y mantel con toda clase de personas (relatos de comidas), y las mejores relaciones humanas de todos con todos (sermón del monte, (Mt 5-7), o de la llanura, Lc 6, 12-49). Pero sabemos que Jesús realizó todo esto de tal manera, que entró en conflicto con los dirigentes de la religión (José M. Castillo, La laicidad del Evangelio, Bilbao 2014, 121-137). Hasta el extremo de tener que aceptar “la función más baja que una sociedad puede adjudicar: la de delincuente ejecutado” (Gerd Theissen, El movimiento de Jesús. Historia de una revolución de valores, Salamanca, 2005, 53).
¿En qué ha quedado todo esto? En un programa heroico y raro, para pocas personas. ¿Y para la Iglesia? Es imposible contarlo en un breve artículo. Pero el hecho es que, con el paso de los tiempos, en la Iglesia terminó por imponerse más la Religión (con sus jerarquías, sus poderes, sus rituales, sus dogmas...) que el Evangelio (con las convicciones tan claras que Jesús transmitió). Como igualmente es un hecho que la cultura de Occidente, tan marcada por la Iglesia, ha sido una cultura de guerras y violencias, colonizaciones y poderes, a los que la misma Iglesia se ha tenido que acomodar, a los que la Iglesia “legitima” y de los que la Iglesia recibe, tantas veces, dinero y privilegios. Es cierto que en Occidente se han elaborado los derechos humanos (que, por cierto, no han sido aún suscritos por el Vaticano). Pero no es menos verdad que Occidente representa el ideal del desarrollo tecnológico (con su contrapartida de degradación social), la cuna del capitalismo, y el mantenedor de las más brutales desigualdades entre los pueblos y entre los seres humanos.

¿Se puede decir que el futuro de la Iglesia es el futuro del Evangelio?
 Lo será, en la medida en que la Iglesia se ajuste al Evangelio. Pero, ¡atención!, el Evangelio no es una doctrina, ni es una organización. El Evangelio es un proyecto de vida. De manera que quien viva ese proyecto, ése será el que se entere de lo que es el Evangelio. Y de lo que debe ser, y cómo debe ser, la Iglesia de Jesús. La Iglesia del Jesús de la vida, no de la religión que ha discutido con las demás religiones para ver cuál de ellas es la verdadera; o para buscar a las otras religiones, con el buen deseo de ver si, por fin, nos ponemos de acuerdo.

martes, 26 de agosto de 2014

Escucha, Israel

Escucha, Israel

ArregiLa tregua no basta. La sangre inocente de los niños, las mujeres, los civiles de Gaza, y hasta la sangre desesperada de sus milicianos clama contra ti desde el fondo de las ruinas, desde el fondo del drama. Tú, Abel de tantos crímenes a lo largo de la historia, te has convertido en Caín para tus hermanos palestinos. Se han tornado los papeles. En ellos te grita la sangre de Abel. Y su grito no cesará hasta que no te duela su dolor, respetes su dignidad, reconozcas sus derechos y repares sus ruinas.

También de ellos, no solo de ti, hablaba el Infinito Ardiente, cuando dijo a Moisés desde la zarza en llamas: “He visto su dolor, he oído sus gritos, conozco su sufrimiento. Bajaré a liberarlo. Vete a liberarlo”.
No tendrás paz hasta que no les hagas justicia. No serás libre mientras no liberes a tus hermanos palestinos, esclavizados y masacrados por ti, bombardeados por tierra, mar y aire tras haberlos encerrado en esa mísera franja de 40 km de largo por 7 de ancho donde viven hacinados casi dos millones de personas, en ese resto devastado de lo que durante milenios fue su tierra, hoy convertida en cárcel o tumba.
Vuelve a escuchar los oráculos de tus antiguos profetas, faros y vigías de la historia universal. Secunda si no es más la ley del talión: “Ojo por ojo, diente por diente”, una ley humanitaria cuando tus antepasados la formularon, pues quiso poner freno a la venganza desmedida: “Al que te arranque un ojo, no le arranques los dos”. Tú, en cambio, por cada uno de tus soldados muertos has matado a 30 palestinos, niños, mujeres y civiles en su gran mayoría, y aún consideras inadmisible esa proporción.
Jesús de Nazaret, otro de los tuyos, profeta rebelde y compasivo, fue mucho más lejos: “No respondas al mal con mal”. Más todavía: “Ama a tu enemigo. Y al que te pegue en una mejilla ofrécele también la otra”. ¿Estaba loco Jesús? ¿Acaso es aplicable tal principio en política? Tal vez no lo sea. ¿Pero de qué sirve una política no inspirada en la compasión? Mira a qué conduce la venganza. Mira a dónde vamos, a dónde vas.
Tú dices: “Tenemos derecho a existir como pueblo, a tener una tierra y a vivir seguros en ella”. Tienes razón. Rotundamente razón. Has sufrido demasiado durante miles de años. Has sido deportado, exiliado, perseguido. Has sido exterminado. Tu conciencia de pueblo y la historia de los horrores padecidos son tu argumento, y es inapelable.
Pues bien, hoy está en tu mano, más que en ninguna otra, la realización de ese tu derecho a vivir en paz en tu tierra. Pero escucha, Israel: nunca lo lograrás mientras tu política y la de tus aliados nieguen igual derecho a tu pueblo hermano. La tierra que la ONU os otorgó en exclusiva en 1948 era una tierra habitada por otros, y ahí se originó esta trágica confrontación de derechos, que la guerra desigual e interminable entre la violencia prepotente de vuestro Estado vencedor y la violencia desesperada de los vencidos, invencibles por desesperados, ha vuelto cada vez más trágica e insoluble. Pero después de 66 años, es claro como el agua del Hermón que ni la violencia de tu Estado ni la violencia de Hamás son solución; ambos se necesitan más bien para legitimar su objetivo común: la eliminación del enemigo. Avanzáis al infierno por el mismo camino.
¿No habrá, pues, más horizonte que el infierno compartido? De ti depende, Israel, más aun que de los palestinos. Cumple la resolución 242 de la ONU, una y otra vez reiterada, y siempre violada por ti, apoyado por amigos poderosos. Vuelve a las fronteras de 1948, abandona los territorios ocupados en la guerra de 1967, desmantela los asentamientos, accede a compartir la capitalidad de Jerusalén, busca la solución más justa y razonable posible a los 5 millones de refugiados palestinos. Si quieres, puedes.
Mira a los niños de Gaza, huérfanos de todo, que sin embargo juegan en las playas o en las ruinas de sus casas. Ellos no pueden ni saben, pero sus ojos te revelan la única solución justa. Y escucha a tus mejores ciudadanos que se manifiestan en tus calles contra la política criminal e insensata de tu Gobierno. Tampoco ellos pueden, pero conocen el único camino. Ellos y los niños de Gaza te enseñan cómo podrás vivir en paz en tu tierra.
José Arregi
(Publicado en los Diarios del Grupo NOTICIAS el 10-08-2014)

lunes, 9 de junio de 2014

La evolución es el hilo conductor de nuestra comprensión actual del mundo

Tendencias 21
Universidad Comillas

La evolución es el hilo conductor de nuestra comprensión actual del mundo

Abarca no sólo la historia de la vida sino también la del universo entero


Desde Einstein, los físicos han buscado una teoría que unifique la naturaleza. Cierto que su búsqueda se desarrolla al nivel de las fuerzas básicas, de las ecuaciones fundamentales, siguiendo en esto –yo diría que con rigurosa exactitud– a los filósofos presocráticos que trataban de dar con el "arjé". Y, sin embargo, si dejamos de lado las ecuaciones, lo cierto es que ya contamos con esa teoría. Es más, está plenamente consolidada como el hilo conductor de nuestra comprensión actual del mundo. No es otra que la concepción evolutiva, no sólo de la vida sino el universo entero. Por José Luis San Miguel de Pablos.




La evolución es el hilo conductor de nuestra comprensión actual del mundo
Carter Phipps, el autor de Evolucionarios -un libro que es bastante más que un simple bestseller, y que ya ha sido comentado en esta sección-, se limita en su ensayo a desplegar, desde muchas perspectivas distintas, una única verdad: que la asunción de que la Naturaleza es un proceso temporal y ontológicamente continuo -aunque con puntos críticos-, un río que fluye siempre, un devenir perpetuo en el que nada se crea ni se destruye sino que todo se transforma, es el eje de una forma de entender la vida y el cosmos que tiene muchísimo de espiritual, por más que la confirmación y el ajuste fino de esta intuición que se remonta a Heráclito, el Tao y los Upanishads, haya venido de la ciencia moderna.

Es así como Phipps nos prepara para la lectura: “En este libro -dice- exploraremos cuestiones tales como la evolución de la tecnología, la evolución de la cooperación, la evolución de la consciencia, la evolución de las visiones del mundo, la evolución de la información, la evolución de los valores, la evolución de la espiritualidad y la evolución de la religión. Creo que estas son formas muy legítimas e importantes de hablar de evolución, y esenciales en última instancia para entender adecuadamente nuestra vida y nuestro mundo.”

Con lo que, de paso, deja clara su fundamental asunción de que la idea de evolución no se limita a la vida orgánica ni es patrimonio exclusivo de la biología y los biólogos, por mucho que su lanzamiento comomacroparadigma –de hecho, la idea-guía esencial de la Nueva Edad en la que ya estamos– se hiciese desde la biología.

Y el evolucionismo biológico tampoco es patrimonio exclusivo de los neodarwinistas, por muchos méritos que se les reconozcan. El algoritmo mutación aleatoria – selección natural – reproducción favorecida por ésta – reiteración del proceso – especiación se queda corto. ¿Qué hay de la simbiosis? ¿Y de los intercambios genéticos horizontales? ¿Y de la causación descendente, desde los niveles ecosistémico y gaiano?

A Lynn Margulis se le pudo hurtar un merecidísimo Nobel por el “delito” de apoyar la teoría de Gaia, pero su obra y conclusiones ahí están… Y como escribió Peter Corning, al que se cita en el encabezamiento del capítulo cuatro de Evolucionarios, “Cooperación. Un cosmos sociable”: “Las comunidades ecológicas no son circos de gladiadores, en los que rige la más feroz competencia, sino redes de interacciones complejas con intereses interdependientes que requieren del ajuste, tanto a los demás [componentes] como a la dinámica global del ecosistema”.

Teilhard de Chardin es, sin ninguna duda, el personaje más citado en Evolucionarios, y ello por el decisivo papel que jugó en orden a la universalización del concepto de evolución, haciendo ver que concierne incluso a nuestro núcleo esencial: la consciencia o el espíritu. También por haber destruido el tópico de la incompatibilidad de la evolución con el cristianismo, un tópico que curiosamente pervive todavía en las zonas “ultraprotestantes” de la América profunda en las que Carter Phipps pasó su infancia y adolescencia.

Además, Teilhard volvió a poner en primer plano la controversia evolucionista sobre el sentido de la evolución. Más allá de cualesquiera argumentaciones científicas en contra, en base a las cuales ha sido muy criticado, inspiraba a Teilhard una potente intuición –vinculada sin duda a su fe, aunque… creo que la trascendía– a la que, personalmente, concedo un gran valor cognitivo.

Evolución hacia la complejidad

Este controvertido tema de la direccionalidad de la evolución (general, no solo biológica) es el eje coincidente del libro que aquí se comenta y del pensamiento de Teilhard. El asunto dista mucho de estar zanjado, y por cierto no hace ninguna falta apelar al “diseño inteligente” o a alguna clase de programación determinista y lineal para reconocer que, globalmente considerada, la evolución posee un sentido, no tanto “hacia el Hombre” como “hacia una mayor complejidad” que concierne también al lado interno, o prepsíquico, de la materia y el universo.

La máxima aportación científico-filosófica de Teilhard de Chardin es, a mi modo de ver, la Ley de Complejidad-Consciencia, adelantadísima a su tiempo y que solo a medida que avanza el siglo XXI empieza a ser comprendida por algunos (pocos todavía) y se empiezan a entrever sus consecuencias inmensas.

Volvamos a Phipps. El megaparadigma evolutivo coincide con la idea-guía de Heráclito (panta rhei), que es llevada hasta sus últimas consecuencias. Y eso supone admitir una orientación en el “fluir”, aunque sea a través de múltiples y retorcidas sinuosidades, tal como sucede con los verdaderos ríos.

Pero ¿qué pasa con Parménides y con el “Yo soy el que Es” del Sinaí? La respuesta es clara: para Phipps, ser es ser-en-proceso, o dicho en otros términos, sólo en el devenir hay ser. Ni el ser inmutable parmenídeo ni el Ser Supremo personal y eterno de las fes teístas le dicen gran cosa a un evolucionario como Carter Phipps.

El ser emerge en el curso del proceso evolutivo, “revelándose” en múltiples niveles (de complejidad física y psíquica) y bajo innumerables formas, ya que, como manifestaba Phillips Clayton, otro estadounidense que siguió un tortuoso camino espiritual que le llevó del ateísmo al fundamentalismo cristiano y finalmente a una comprensión excepcionalmente profunda de la evolución, “el proceso de complejidad creciente abierto en el mundo natural conduce a formas de existencia cualitativamente nuevas”, siendo así que “en el curso de la evolución advienen a la existencia nuevas modalidades de ser que difieren fundamentalmente de las que les han precedido” (capítulo 15, “Un Dios en evolución”). La evolución es ontogénica. No se limita a retocar lo previamente existente.

Encuentro que tiene especial relevancia para esta sección de Tendencias21 que se llama Tendencias de las Religiones (me encanta este genitivo plural) el capítulo seis de Evolucionarios titulado “Novedad. El problema de Dios”. El mismo contiene la crítica mejor fundamentada que hasta ahora he podido leer, a la teoría del diseño inteligente, una crítica que no se efectúa desde el ateísmo sino desde una decidida apuesta (más que creencia) por la realidad de Dios, si bien se trata de un Dios que no habría gustado mucho a Pascal, ya que no es (o al menos, a mí no me parece que sea) “el de Abraham, de Isaac y de Jacob”.

Lo que dice Phipps, siguiendo al teólogo americano actual Haught, es que los defensores del “diseño” tienen una idea de Dios pequeña y envejecida, la de un Dios egóticamente controlador que, una vez hubo creado el universo, quiso dejarlo todo “atado y bien atado”. Pero ¿qué Dios es el que responde mejor a la religiosidad evolucionaría? (porque de la lectura y relectura del libro yo he sacado la conclusión de que lo que realmente se expone a lo largo de sus más de quinientas páginas es una religiosidad nueva). Me parece que es el Dios spinoziano, ese Dios idéntico a la potencia creadora y transformadora intrínseca de la Naturaleza, no sólo de ésta sino de todas las posibles. Y en esta manera de acercarse a lo sagrado Phipps no está solo.

Le acompaña Stuart Kauffman, citado por él, que en Investigaciones y en Reinventing the Sacred plantea que detrás de esa Cuarta Ley de la Termodinámica que propone –una ley que daría cuenta de la orientación cósmica hacia un aumento de la complejidad, a través de las “bifurcaciones lejos del equilibrio” que descubrió Prigogine estudiando las estructuras disipativas– hay algo más que física: una meta-física profunda, con poco o nada que ver con el God in the gap que tanto irrita, y seguramente con razón, a los neoateos. Tal vez lo que subyace a esa posible Ley es la sacralidad intrínseca de la Naturaleza, el eje central del misticismo de Baruch Spinoza, y también por cierto de la trimilenaria tradición hindú.

Otros temas de interés

Evolucionarios plantea otros temas de gran interés, uno de los cuales se refiere a la posible función de la tecnología del Homo sapiens en el proceso evolutivo general. ¿Es nuestra tecnología un peculiar camino bifurcativo de la evolución biológica, en vías de devenir transbiológica? Y lo humano, transhumano… Es lo que creen actualmente los transhumanistas, a los que Phipps dedica un capítulo extenso. Se trata de un movimiento, sobre todo americano, que tiene sus moderados y sus talibanes.

Entre los segundos, aquellos que afirman que “la carne es sucia”, con lo que no se refieren al sexo (aunque no deja de llamar la atención la coincidencia con formulaciones de muy diferente procedencia, que no hace falta explicitar) sino a lo orgánico en general, cuerpo naturalmente incluido. Con lo que sueñan es con cambiar suhardware biológico actual por otro tecnológico, o al menos con que tal cosa pueda realizarse en un futuro cercano. Todos apuestan por el salto hiper-mutante que promete una tecnología que en teoría permite dirigir nuestra propia evolución, que dejaría de ser biológica y “ciega” para pasar a ser autoevolución consciente.

Los transhumanistas moderados defienden simplemente que la biotecnología, la microcibernética y todas las demás tecnologías susceptibles de integrarse en nuestra íntima estructura biológica poseen un inmenso potencial de transformación de la naturaleza humana, y que esa transformación es de hecho un proceso evolutivo –aunque el instrumento de tal proceso sea el hombre mismo– ya abierto e imparable, capaz en principio de originar “algo” que ya no podrá llamarse humano.

Este argumentario inquietante es difícil de cuestionar, desde el momento que el principio evolucionario nos hace ver que todo es mudable y nada en el mundo es eterno; pero por lo que se refiere al otro sector del transhumanismo, el que representan los radicales, creo que no hacen sino rendir culto a una desmesurada voluntad de poder, muy característica de la mentalidad occidental y con fuerte arraigo especialmente en los Estados Unidos, que por algo es la cuna de los superhéroes de cómic.

No es, pues, de extrañar que Carter Phipps haga notar que la mayor debilidad de los transhumanistas -en general- tiene que ver con la escasa atención que prestan al aspecto consciencia, seguramente a causa de su absorbente fascinación por lo tecnológico.
La cita de Schelling que encabeza el ya mencionado capítulo 15 (“Un Dios en evolución”) no tiene desperdicio:

“¿Tiene la creación alguna meta final? ¿Y por qué, de ser así, no la alcanzado de una vez? Estas preguntas no pueden tener más que una respuesta: porque Dios es Vida y no sólo Ser”.

El origen de lo humano

Este capítulo de contenido teológico, justifica, más que ninguna otra parte del libro, mi opinión de que estamos ante un ensayo básicamente religioso o, si se quiere, filosófico-religioso. Puede llegar a irritar a los creyentes tradicionales (como sin duda habrá sido el caso de muchos paisanos del autor, en Kansas City), pero creo que merece la pena meditarlo con calma.

A la teología del Ser Supremo Personal contrapone la metafísica de Alfred North Whitehead, una concepción de la realidad radicalmente dinámica al par que pan-psíquica, en la que sólo hay Vida y proceso, y en la que los seres son “acontecimientos”: remolinos del Gran Río (¿la Divinidad inmanente que los chinos denominan Tao?) que se forman y que, al deshacerse, originan otros remolinos, estando todos ellos entrelazados. Su inspirador cercano más claro fue Bergson, como en el caso de Teilhard.

Pero este no es un artículo dedicado exclusivamente a comentar Evolucionarios, sino que, partiendo del amplio abanico de “aperturas” contenido en ese interesantísimo ensayo, lo que ahora se propone es penetrar por alguna de ellas para explorar un poco más lejos de lo que lo hace el libro de Phipps.

La apertura elegida es –en honor a Darwin y también a Teilhard– el origen de lo humano; pero no vamos a centrarnos en la evolución físico-anatómica de los homínidos, ni tampoco en la de la “inteligencia”, sobre todo si esta se entiende de forma unidimensional, sino en el surgimiento evolutivo de la dimensión moral, un tema mucho menos tratado, aunque Darwin ya lo sugiriese.

Es de este tema del que trata otro ensayo que acaba de ser publicado y que viene a ser el complemento perfecto de Evolucionarios. Su autor es el holandés Frans de Waal, su título original The Bonobo and the Atheist. In Search of Humanism among the Primates, y se ha traducido al castellano con el de El bonobo y los Diez Mandamientos. El filósofo Hans Jonas dijo algo que deberían meditar todos los que aceptan la evolución:

“El evolucionismo ha minado la construcción intelectual de Descartes mucho más eficazmente de lo que lo ha hecho ninguna crítica metafísica. La indignación estrepitosa que se alzó inicialmente en contra del atentado a la dignidad del hombre que suponía una doctrina que defendía que su origen estaba en el reino animal, fue incapaz de ver que en virtud de ese mismo principio la totalidad del reino animal recibía algo que hasta entonces se consideraba ligado exclusivamente a la dignidad del hombre. Porque si el hombre está emparentado con los animales, éstos están a su vez emparentados con el hombre, y ellos también -siguiendo una cierta gradación- son portadores de esa interioridad o subjetividad de la que el hombre, evolutivamente más avanzado, llega a tener plena conciencia”. (Evolución y Libertad).

Esta cita viene de perlas para introducir la tesis central de El bonobo… Que si aceptamos que hay dos maneras de entender y de vivir la ética: como normatividad y como impulso que surge del corazón -lo que se conoce como ética de la compasión-, la primera tiene indiscutiblemente un origen humano, pero no así la segunda que, como espontaneidad emocional-instintiva, es anterior a la aparición del Homo sapiens y está presente ya en no pocos animales superiores –no sólo primates como parecería dar a entender el título del libro– que son, en múltiples ocasiones, tan empáticamente altruistas (y en este sentido “buenos”) como en otras despiadadamente agresivos (y en este sentido “malos”).

Sucede, por otra parte, que en los mamíferos superiores distintos del hombre existen en este y otros aspectos -al igual que sucede en el género humano- grandes diferencias entre individuos, aparte de las existentes entre especies muy próximas entre sí, como es el caso de los chimpancés verdaderos y los bonobos.

El título de la edición española del libro que ahora comentamos se justifica precisamente por el mayor grado de empatía (o “protobondad”) instintiva que se observa en esta especie de primates africanos en comparación con los chimpancés, entre los que, no obstante, se dan también frecuentes casos de altruismo, aparte de haber numerosos individuos (más hembras, pero también bastantes machos) que no responden, para nada, al cliché agresivo de la especie.

Protocódigos éticos

Interesa dar cuenta de la línea argumental que sigue de Waals para defenderse de la acusación de antropomorfismo que puede hacérsele y que desde luego algunos le hacen: dejado felizmente atrás el ritornello del “no tienen alma” que tantas veces sirvió para justificar lo injustificable, es imposible distinguir los comportamientos compasivos protagonizados por grandes simios –de los que el ensayo proporciona abundantes ejemplos– de aquellos cuyos actores son seres humanos.

La presencia o ausencia de lenguaje articulado no sirve como criterio, como tampoco lo es la existencia entre nosotros de códigos morales explícitos, de los que los monos carecen. Primero, porque un impulso compasivo es de esencia no verbal, aunque pueda verbalizarse (en el momento o a posteriori), y porque es eso, un impulso espontáneo, algo que uno siente, y no aplicación de ningún código.

Y segundo, porque de Waals y otros etólogos han detectado auténticos pre o protocódigos éticos, no sólo entre los primates sino también en otros mamíferos sociales, como los elefantes y los lobos, pautas de comportamiento a las que deben adaptarse los individuos (pero no es automático que lo hagan), claramente orientadas a mantener y reforzar la cohesión de la sociedad animal, que racionalmente hemos de considerar como antecesoras de la normatividad moral específicamente humana.

De Waals se apoya, entre otras cosas, en la neurología para establecer una diferencia radical entre el altruismo automatizado de los insectos sociales, y el vivencialmente empático o compasivo de los mamíferos, primates o no primates: el cerebro límbico, patrimonio de los mamíferos, hace de ellos seres emocionales, y por tanto afectivos.

Nada tiene que ver, pues, el suyo con el altruismo programado de una termita o de una abeja, que viene a ser como una célula en el seno de un superorganismo; y ha sido la confusión entre estas dos clases de altruismo que se dan en la naturaleza, el “robótico” y el compasivo, lo que ha podido inspirar crueles totalitarismos decolmena, y ha llevado a desvalorizar –al querer reducirlo al otro– el genuino altruismo compasivo, que nació ya en el mundo de los mamíferos mucho antes de la aparición del hombre.

Por lo demás, la amplia casuística que ilustra este ensayo no es gratuita sino que sirve para que el lector entre en contacto con una realidad comportamental concreta de base afectiva que es imposible que le deje indiferente, porque no está ante una proyección antropomórfica sino frente a un paralelismo real y constatable entre hominoideos que hunde sus raíces en un largo proceso evolutivo anterior, el de los mamíferos, el cual hizo nacer un instinto básico, no reconocido durante mucho tiempo, que está en el origen nada menos que de la bondad humana.

Una revolución que afecta a la religión

Aprovecho la ocasión para hacer notar que, en el debate en curso sobre los derechos de los animales, muchos textos resultan excesivamente eruditos y fríos, como si sus autores tuviesen vergüenza de manifestar abiertamente compasión hacia unos seres otros, pero sensibles no sólo frente al dolor sino también emocional y afectivamente, y además comunicables -con nosotros- en muchísimos casos.

Sin embargo, cuando está en juego el sufrimiento del otro, lo normal –lo humana y “mamíferamente” normal– es la com-pasión que, como su propio nombre indica, implica pasión en alguna medida.

Una medida, la justa, presente en El Bonobo y los Diez Mandamientos, y también -sea dicho de paso- en la recientísima obra de Jesús Mosterín El triunfo de la compasión, que trata este tema y es altamente recomendable.

De lo que no cabe la menor duda es de que la plena asimilación por la sociedad de la idea de evolución supone (o supondrá, ya que todavía está lejos de haberse producido) una revolución profundísima. No sólo intelectual y filosófica, sino también en lo que se refiere a la concepción de nosotros mismos y de nuestra relación con los demás animales y con la naturaleza, una revolución que puede -y muchos pensamos que debe- llamarse espiritual.

Una revolución que es imposible que deje incólume a la religión. Lo de la nueva era no tiene copyright New Age; también es, por ejemplo, cosa de Robin G. Collinwood quien, en Idea de Naturaleza, resume en LA IDEA DE EVOLUCIÓN toda la “concepción moderna del mundo” que, hacia mediados del siglo pasado, estaba empezando apenas a sustituir a la idea-guía anterior, la mecanicista. Creo que desde entonces algo hemos avanzado.

viernes, 6 de junio de 2014

Nuestros presupuestos equivocados nos pueden destruir Leonardo Boff

Nuestros presupuestos equivocados nos pueden destruir

BoffInnegablemente estamos viviendo una crisis de los fundamentos que sustentan nuestra forma de habitar y organizar el planeta Tierra y de tratar los bienes y servicios de la naturaleza. En la perspectiva actual están totalmente equivocados, son peligrosos y amenazadores del sistema-vida y del sistema-Tierra. Tenemos que ir más lejos.
Dos de los padres fundadores de nuestro modo de ver el mundo, René Descartes (1596-1650) y Francis Bacon (1561-1626) son sus principales formuladores. Veían la materia como algo totalmente pasivo e inerte. La mente existía exclusivamente en los seres humanos. Estos podían sentir y pensar mientras que los demás animales y seres actuaban como máquinas, desposeídas de cualquier subjetividad y propósito.
Lógicamente, esta comprensión creó la ocasión para que se tratase a la Tierra, a la naturaleza y a los seres vivos como cosas de las cuales podíamos disponer a nuestro gusto. En la base del proceso industrialista salvaje está esta comprensión que persiste aún hoy, incluso dentro de las universidades llamadas progresistas, pero rehenes del viejo paradigma.
Las cosas, sin embargo, no es que sean así. Todo cambió cuando A. Einstein mostró que la materia es un campo densísimo de interacciones, y más aún, que ella en realidad no existe en el sentido común de la palabra: es energía altamente condensada. Basta un centímetro cúbico de materia, como le oí decir en 1967 en su último semestre de clases en la Universidad de Munich a Werner Heisenberg, uno de los fundadores de la física de las partículas subatómicas, la mecánica cuántica, que si ese poco de materia fuese transformado en pura energía podría desestabilizar todo nuestro sistema solar.
En 1924 Edwin Hubble (1889-1953) con su telescopio en el Monte Wilson en el sur de California, descubrió que no solamente existía nuestra galaxia, la Vía Láctea, sino cientos de ellas (hoy cien mil millones). Notó, curiosamente, que se están expandiendo y alejándose unas de otras a velocidades inimaginables. Tal verificación llevó a los científicos a suponer que el universo observable había sido mucho menor, un puntito ínfimo que después se inflacionó y explotó, dando origen al universo en expansión. Un eco ínfimo de esa explosión puede ser identificado todavía, lo cual permite datar el evento como algo ocurrido hace 13.700 millones de años.
Una de las mayores contribuciones que están desmantelando la antigua mirada sobre la Tierra y la naturaleza proceden del premio Nobel de química el ruso-belga Ilya Prigogine (1917-2003). El dejó atrás la concepción de materia como inerte y pasiva y demostró experimentalmente que elementos químicos colocados bajo determinadas condiciones pueden organizarse a sí mismos bajo modelos complejos que requieren la coordinación de billones de moléculas. Estas no necesitan instrucciones ni los seres humanos entran en su organización. Ni siquiera existen códigos genéticos que guíen sus acciones. La dinámica de su autoorganización es intrínseca, como la del universo, y articula todas las interacciones.
El universo está penetrado de un dinamismo autocreativo y autoorganizativo que estructura las galaxias, las estrellas y los planetas. De vez en cuando a partir de la Energía de Fondo se producen afloraciones de nuevas complejidades que hacen aparecer, por ejemplo, la vida y la vida consciente y humana.
Toda esa dinámica cósmica tiene tiempos propios: tiempo de las galaxias, de las estrellas, de la Tierra, de los distintos ecosistemas con sus representantes, cada uno también con su propio tiempo, de las flores, de las mariposas, etc. Los organismos vivos especialmente tienen sus tiempos biológicos propios, uno para los microorganismos, otro para los bosques y las selvas, otro para los animales, otro para los océanos, otro para cada ser humano.
¿Qué hemos hecho nosotros modernamente para gestar la crisis actual?
Inventamos el tiempo mecánico y siempre igual de los relojes. El dirige la vida y todo el proceso productivo, no tomando en cuenta los demás tiempos. Somete el tiempo de la naturaleza al tiempo tecnológico. Un árbol, por ejemplo, necesita 40 años para crecer y una motosierra lo derriba en dos minutos. No cultivamos ningún respeto hacia los tiempos de cada cosa. Así no les damos tiempo de rehacerse de nuestras devastaciones: contaminamos los aires, envenenamos los suelos y quimicalizamos casi todos nuestros alimentos. La maquina vale más que el ser humano.
Al no concedernos un sábado, bíblicamente hablando, para que la Tierra descanse, la extenuamos, la mutilamos y dejamos que enferme casi mortalmente, destruyendo las condiciones de nuestra propia subsistencia.
En este momento estamos viviendo un tiempo en el que la propia Tierra está tomando conciencia de su enfermedad. El calentamiento global indica que ella va a entrar en otro tiempo. Si seguimos maltratándola y no la ayudamos a estabilizarse en ese otro tiempo, podemos contar las décadas que faltan para la tribulación de la desolación. Por causa de nuestros equívocos no concientizados y formulados hace siglos que no hemos corregido y obstinadamente reafirmamos.
Con Mark Hathaway escribí El Tao de la Liberación,premiado en Estados Unidos con medalla de oro en nueva ciencia y cosmología.
Traducción de MJ Gavito Milano